Transformaciones sociales. Crecimiento demográfico.
En España el crecimiento demográfico
fue importante, aunque dista mucho de ser igual a los países industrializados.
La población pasó de 11,5 millones de habitantes en 1800 a 18,6 millones en
1900.
Este crecimiento demográfico menos
importante, comparado con otros países europeos, se debió al mantenimiento de
una tasa de mortalidad elevada, consecuencia de las guerras civiles, la tardía
evolución industrial y la persistencia de algunas epidemias como el paludismo o
el cólera. Durante el siglo XIX sucedieron varias crisis demográficas, debidas
sobre todo al cólera, en los periodos 1834-35, 1853-56, 1859-60 y 1885.
Para el siglo XIX, existen una serie
de características constantes de la población, que fundamentalmente son un movimiento
de población hacia la periferia, el incremento de la población absoluta, un
ligero aumento de la población urbana, unido a una disminución de la población
en el sector primario, que se traslada hacia los sectores secundario y
terciario.
Son los años centrales del siglo,
1820-1860, cuando se produce un mayor crecimiento, una vez terminada la
emigración a las colonias americanas, favorecida por el aumento de la
producción agrícola. Los años finales del siglo supusieron un ritmo lento de
crecimiento, donde natalidad y mortalidad descendían lentamente, pasando la
primera de un 3,6 % en 1877 a un 3,4 % en 1900 y la segunda de un 3,04 % a 2,9
% en los mismos años, muy alta comparada con la mortalidad europea que estaba
en un 1,8 %. Esta elevada mortalidad tiene sus causas en el atraso médico,
económico y social.
El crecimiento de población también
se vio influido por unas corrientes migratorias hacia el exterior, dirigidas
principalmente a América, África y Francia, debidas a la presión demográfica en
zonas rurales. También comienza a desarrollarse una emigración hacia las zonas
periféricas más industrializadas (Cataluña, País Vasco, Valencia) y Madrid,
mientras que en centro va perdiendo peso demográfico.
Con la llegada del siglo XX, estos movimientos migratorios se
intensificarán, con un claro descenso de la población dedicada a la
agricultura. Asimismo en este primer tercio de siglo XX la población creció más
rápidamente por un descenso de la tasa de mortalidad y un mantenimiento, con
leve tendencia a la baja, de la tasa de natalidad. La esperanza de vida
aumenta, pasa de 34,8 años en 1900 a 50 años en 1930. Estos cambios se debieron
a la desaparición de algunas de las epidemias tradicionales (a pesar de la
gravedad de la de gripe de 1918), y los cambios económicos, que mejoraron la
alimentación, y las mejoras en la infraestructura sanitaria y la higiene
pública.
De la sociedad estamental a la sociedad de clases. Génesis
y desarrollo del movimiento obrero en España.
El tránsito a la economía
capitalista supuso un cambio social. La nueva sociedad se fundamentó en la
propiedad y no en el linaje.
La nueva clase dirigente se nutrió de la alta burguesía y de la
vieja aristocracia terrateniente, que conformaron una oligarquía de
propietarios en la cúspide de la sociedad. La alta nobleza conservó sus
títulos, aunque perdió sus privilegios feudales y se integró en los grupos
dirigentes de la nueva sociedad en razón de sus propiedades territoriales y de
sus negocios. La alta burguesía fue la nueva clase que emergió al beneficiarse
con la compara de tierras desamortizadas y con las inversiones en industrias y
ferrocarriles. Se constituyó así un oligarquía terrateniente, industrial y
financiera, resultado de la alianza- a veces incluso matrimonial- entre la
vieja nobleza y la nueva burguesía propietaria. Esta oligarquía se erigió en
clase dominante del nuevo régimen liberal. Dos grupos sociales daban apoyo y legitimación
a esta oligarquía, los eclesiásticos, que habían disminuido en número pero
vivían a la sombra del Estado, y el ejército, continuamente implicado en la
vida política.
Por dejado de ella, una débil clase media urbana de pequeños
comerciantes, funcionarios y rentistas luchaba por mantener su posición social
diferenciada del proletariado.
Las clases populares suponían el 80 % de la población, y dentro de
ellas la gran mayoría de los españoles seguían siendo campesinos, en su mayor
parte jornaleros o pequeños arrendatarios, cuyas condiciones de vida no
mejoraron con los cambios, sino más bien al contrario. De hecho los campesinos
fueron los grandes sacrificados de las reformas liberales: no ser reconocieron
sus derechos sobre las tierras señoriales ni se les facilitó el acceso a las
propiedades desamortizadas, lo que explica su oposición al régimen y el apoyo
de algunos sectores a la causa carlista.
El proletariado urbano, sobre todo en las zonas industriales-
Barcelona, Bilbao- fue la nueva clase en aumento, aunque todavía minoritaria,
que se nutrió del éxodo rural y de los antiguos artesanos arruinados. Los bajos salarios, el paro estacional y los
efectos de la crisis, con sus secuelas de hambre y enfermedad, se mantuvieron
como una amenaza permanente. En dichas clases populares se incluían el importante
número de sirvientes, los obreros de las fábricas y las minas y los mendigos.
Las
condiciones de vida de la clase obrera.
El
principal cambio social fue la aparición de la clase obrera industrial, aunque
la proporción que representaba al principio era pequeña, sólo significativa en
Barcelona, Madrid y el núcleo siderúrgico malagueño.
El desarrollo de la industria del
algodón y la primera siderurgia hicieron afluir a la ciudades a miles de
trabajadores agrícolas en paro o que habían sido expulsados por las guerras o
la expropiación de sus tierras. El resultado fue el crecimiento de los barrios
obreros, formados por barracas y chabolas construidas precipitadamente, sin
saneamientos, empedrado, alumbrado ni limpieza. Carentes de todo tipo de asistencia
pública o privada, eran foco seguro de enfermedades infecciosas, entre las que
la tuberculosis y el cólera destacaron por sus efectos catastróficos.
El trabajo en las fábricas implicaba
jornadas de 12 a 14 horas, con ruidos estridentes y continuos, procedentes de
las máquinas, el polvo de algodón o las partículas de metal o ceniza que hacían
el aire irrespirable, sin ninguna seguridad, con accidentes frecuentes y sin
otro descanso que los domingos. La vida media de los obreros catalanes era de 19
años, frente a los 40 de la clase alta de la ciudad. Trabajaban por igual
hombres, mujeres y niños de corta edad.
Los salarios eran muy bajos y apenas
permitían una alimentación consistente básicamente en pan, habichuelas y
patatas. A las enfermedades infecciosas había que añadir las sociales: el
alcoholismo y las enfermedades venéreas, inevitables en un medio social
embrutecido en el que se hacinaban familias enteras en habitaciones
compartidas. El analfabetismo era general: afectaba al 69% de los hombres y el
92% de las mujeres.
Cuando se producía una crisis, las
ventas caían en picado y entonces los despidos se multiplicaban. El paro
llevaba inexorablemente al hambre y a la enfermedad. A menudo la delincuencia
era la única opción, por lo que se convirtió en otro de los males endémicos de
los barrios obreros.
El movimiento obrero durante el reinado de Isabel II
Al principio los trabajadores no
comprendían bien qué estaba pasando. O bien procedían de una sociedad
campesina, en la que la jornada la marcaban el clima y las faenas agrícolas, y
en la que las condiciones de vida eran más saludables, por dura que fuera la
tarea, o bien venían de antiguos talleres artesanos, en los que el trabajo
estaba regulado y protegidas sus condiciones de vida y vivienda. La supresión
de los gremios había acabado con todo el sistema de asistencia y socorro mutuo
que antiguamente protegía al trabajador frente a la adversidad.
La incorporación del vapor a las
fábricas, al inicio de la década de 1830, provocó despidos y generó algunos
episodios de destrucción de maquinaria, como el incendio de la fábrica
Bonaplata en Barcelona (1835). Pero el luddismo apenas tuvo repercusión
en España.
Los primeros atisbos de organización
obrera fueron las sociedades de ayuda mutua. En 1840 se fundó la Sociedad de
Protección Mutua de Tejedores de Algodón. Pronto proliferaron por todo el país
sociedades semejantes. Al principio solo pretendieron defender los salarios,
sin llevar más lejos sus peticiones. Pero en 1844 los moderados las prohibieron
y la mayoría de ellas pasó a la clandestinidad. También hubo algunos
partidarios del socialismo utópico, pero sus proyectos apenas tuvieron
repercusión.
La falta de una conciencia de clase
llevó a los obreros de Barcelona en 1842 a hacer causa común con sus patronos
en la defensa del proteccionismo. Muchos de ellos cayeron en los combates
callejeros contra las tropas de Espartero. Lo mismo ocurrió en 1848, cuando la
revolución europea apenas tuvo repercusión en España.
La experiencia del Bienio
Progresista resultó decisiva. Tras participar en la revolución, el movimiento
obrero cobró un gran desarrollo. Se sucedieron las protestas contra la
generalización de las hiladoras y tejedoras mecánicas (selfactinas), y los
disturbios llevaron a frecuentes choques en la calle contra las tropas. En
julio de estalló en Barcelona una huelga general en defensa del derecho de
asociación. Dos obreros fueron enviados a Madrid para exponer sus quejas a los
diputados, en un escrito respaldado por 33.000 firmas procedentes de todo el
país.
Pero la Ley del Trabajo que
finalmente aprobaron las Cortes era decepcionante y defendía en realidad los
intereses patronales. Establecía la media jornada para los niños y un máximo de
10 horas para los menores de 18 años, y limitaba las asociaciones al ámbito
local y siempre que no rebasaran los 500 miembros. Sólo aceptaba los convenios
colectivos en empresas de menos de 20 trabajadores, y establecían jurados para
arbitrar conflictos compuestos exclusivamente por patronos.
A partir de entonces los dirigentes
obreros comprendieron que los progresistas no iban a defender su causa, por lo que pasaron a
alinearse con los demócratas y republicanos.
Durante el gobierno de la Unión
Liberal el movimiento obrero permaneció aletargado, en parte por la prosperidad
económica, pero también por la dura represión gubernamental. Hay que destacar la importante labor de
formación cultural y de concienciación política que desempeñaron diversas
academias obreras, como el Fomento de las Artes de Madrid o el Ateneo de la
Clase Obrera de Barcelona. A ellas acudían los trabajadores a recibir clases de
aritmética o de gramática, pero también se discutían los problemas de las
fábricas y las ideas socialistas.
A partir de 1863 volvieron las
movilizaciones de la clase obrera, ahora abiertamente politizadas. Sus
dirigentes y los intelectuales próximos a sus inquietudes participaron
activamente en las sucesivas conspiraciones que se organizaron contra el
régimen de Isabel II. La participación de los obreros sería decisiva,
finalmente, en la revolución que en 1868 puso fin al reinado.
El
movimiento obrero en el sexenio: la Internacional.
La revolución de 1868 despertó las
esperanzas de obreros y campesinos, que creyeron que con ella comenzaría el
proceso de reformas sociales largamente esperado. La detención del proceso
revolucionario, la permanencia de las quintas y la simple sustitución de los
consumos, y más tarde el mantenimiento de la
monarquía, provocaron la separación definitiva del movimiento obrero
respecto de los partidos demócrata y republicano, y la rápida implantación en
España de la Internacional.
La
Asociación Internacional de Trabajadores
La
Asociación Internacional de Trabajadores (AIT,
también conocida como Primera Internacional para diferenciarla de las
que surgirían después) se fundó en Londres en 1864, con la intención se
coordinar y aunar los esfuerzos de todos los trabajadores del mundo. El
manifiesto inaugural y los estatutos fueron elaborados por Marx. Pero, junto al
pensamiento marxista, aparecieron dentro de la Internacional otras
posiciones ideológicas, entre las cuales destacaba la corriente anarquista,
encabezada por Bakunin. No obstante, hasta el Congreso de la Haya
(1872) no se confirmó la escisión definitiva del movimiento obrero
internacional:
-
Marx consiguió en este congreso que
se aprobara la necesidad de constituir
partidos políticos de la clase obrera, así como la expulsión de Bakunin
de la AIT.
-
Bakunin, por su parte, se reunió en
la localidad suiza de Saint-Imier con sus partidarios, y se
autoproclamaron legítimos continuadores de la AIT.
La
corriente socialista del movimiento obrero optaría por fundar la Segunda
Internacional, acto que tuvo lugar en París en 1889, con motivo del primer
centenario de la Revolución francesa.
En octubre de 1868 llegó a España
Giuseppe Fanelli, un miembro de la Asociación Internacional de Trabajadores
(AIT), enviado por Mijail Bakunin con el objetivo de organizar la sección
española de la Internacional sobre la base de las tesis anarquistas que
propugnaba el líder ruso. Fanelli estableció dos secciones, en Madrid y
Barcelona, esta última la más sólida.
Al mismo tiempo, las huelgas y
protestas se extendían por todo el país, con especial virulencia entre los
jornaleros andaluces, y muchos obreros participaron activamente en la
insurrección federalista de septiembre de 1869, si bien sus líderes comenzaron
a desmarcarse del movimiento republicano, que consideraban burgués.
En junio de 1870 se celebró en
Barcelona el I Congreso de la sección española de la Internacional. El Congreso
reguló la organización de secciones y federaciones de oficios, y fijó objetivos
sindicales y políticos. La mayoría catalana impuso la orientación anarquista de
no colaboración ni alianza con los partidos burgueses.
En la primavera de 1871, ya bajo el
reinado de Amadeo de Saboya, sobrevino la insurrección de la Comuna de Paris.
El impacto que la revolución causó en las clases dirigentes europeas fue
enorme, y en España se tradujo en una serie de medidas represivas contra la
AIT. Se prohibieron las reuniones y las huelgas, se cerraron los periódicos y
fueron detenidos varios líderes obreros.
El gobierno de Sagasta trató de ilegalizar la AIT, con el apoyo de
las Cortes, pero el Tribunal Supremo lo impidió, por considerar que la norma no
era constitucional. Eso no impidió que el Congreso de Zaragoza, celebrado en
abril de 1872, fuera disuelto por el Gobierno durante su desarrollo.
Por otra parte,
en diciembre de 1871 había llegado a la capital el dirigente de la
Internacional, Paul Lafargue, partidario de la corriente marxista. Entró en
contacto con el núcleo madrileño, cuyos principales miembros aceptaron sus
tesis. Tras el Congreso de Zaragoza, en junio, los líderes marxistas madrileños
fueron expulsados, y un mes más tarde fundaron la Nueva Federación Madrileña,
que pronto se convirtió el la sección española del ala marxista de la AIT.
Meses después, la escisión en la Internacional se consumaba en el Congreso de
la Haya.
Al comenzar 1873 la Internacional Española contaba con más de
25.000 afiliados, un tercio de ellos catalanes. Estaba claramente implantada
entre los obreros textiles, la construcción, las artes gráficas y parte del
campesinado andaluz. Entre los dirigentes había una mezcla de obreros e intelectuales
de clase media, estos últimos lo de ideología más radical y próxima al
anarquismo.
La proclamación de la República provocó una oleada de
manifestaciones y huelgas que forzaron a los patronos a hacer concesiones
importantes en jornada y salarios. Una vez más, Barcelona actuó como punta de
lanza del movimiento reivindicativo. En Andalucía hubo ocupaciones de tierras y
asaltos, aunque en la mayor parte de los casos los jornaleros actuaron al
margen de las consignas de la AIT.
Pero fue la participación obrera en la huelga de Alcoy y en el
movimiento cantonal, pese a la desaprobación de sus dirigentes, lo que fue
utilizado por los sectores conservadores para acabar con la AIT. El 10 de enero
de 1874, tras el golpe de Estado, el gobierno de Serrano decretó la disolución
de la Internacional. Para entonces la mayoría de los dirigentes había pasado a
la clandestinidad.
En conjunto, el sexenio significó una etapa de clara toma de
conciencia política y organizativa para el movimiento obrero español, así como
el momento de asimilación de las principales corrientes ideológicas que
existían en el mundo obrero europeo. Sobre todo trajo consigo la introducción
del anarquismo y del marxismo, y su implantación en España.
Marxismo
Teoría
sistemática que abarca desde lo filosófico hasta lo económico, elaborada por
Karl Marx y Friedrich Engels. A partir de un análisis de la Historia desde un
enfoque filosófico materialista, concluyen que el motor de la historia de la
humanidad es la lucha de clases (conflicto de intereses entre clases dominantes
y dominadas) que acaba produciendo el paso de un modo de producción a otro: del
esclavista al feudal, y de éste al capitalista. En este planteamiento la clase
obrera, en su lucha contra la burguesía sería la encargada de acabar con el
modo de producción capitalista para llegar al socialismo, en el que los medios
de producción (fábricas, tierras) no serían de la burguesía explotadora, sino
del Estado. Pero, para ello, es necesario que la clase obrera se dote de una
organización fuerte (partido político) que le permita la conquista del poder, y
la conversión del Estado en un instrumento al servicio de los trabajadores y de
la construcción del socialismo.
Anarquismo
Término que procede
del griego an-archos, que significa sin autoridad, sin jerarquías. A diferencia
del Marxismo, no es una teoría global sistematizada, sino un teoría política
con múltiples variantes, según el autor que la defienda, aunque se pueden
encontrar ideas comunes a todas las corrientes anarquistas : aspiración a una
sociedad sin Estado y sin gobierno, donde rija la libertad individual, la
igualdad y la justicia social; rechazo de cualquier forma de poder, ya sea
terrenal –el Estado – o sobrenatural – cualquier religión. En consecuencia, su
lucha se centra en combatir cualquier manifestación del poder, en especial del
Estado, como instrumento de opresión. La fricción entre anarquistas y marxistas
se debe a dos diferencias fundamentales: una de objetivos, ya que los
anarquistas pretenden al abolición del Estado, no su conquista por parte de los
trabajadores; y otra de estrategia, ya que los anarquistas rechazan lógicamente
la formación de partidos obreros y su participación en el juego político
burgués (elecciones, gobiernos, etc ).
La etapa de la Restauración
Durante este periodo, a pesar de
algunas iniciativas estatales como la Comisión de Reformas Sociales, creada en
1883 para impulsar informes y propuestas legislativas sobre problemas sociales,
se caracterizó por la despreocupación respecto a las reformas sociales. Esta
despreocupación se constata en el abandono que había en relación con la
instrucción pública en una sociedad en la que en 1877, el 71,5 % de los hombres
eran analfabetos, y el 81,6 % en el caso de las mujeres. La iglesia,
reconciliada con el régimen liberal, aprovechó la ocasión para fundar muchas
escuelas, pero casi todas estaban dirigidas a las clases medias y alta.
Al disolverse la Primera
Internacional (AIT), Marx había aconsejado la fundación de partidos marxistas
nacionales que actuaran con independencia en cada país. Siguiendo esta
consigna, el 2 de mayo de 1879 se fundó clandestinamente en España el Partido
Socialista Obrero Español (PSOE), formado por 25 personas, 20 obreros y 5
intelectuales. Fue presidido por el tipógrafo Pablo Iglesias. En 1881,
aprovechando la nueva Ley de Asociaciones del gobierno liberal de Sagasta, sus
impulsores inscribieron oficialmente el partido. Entonces el PSOE ya contaba
con 900 militantes.
Muy pronto convocó una huelga de
tipógrafos en Madrid, que, a pesar de tener poco incidencia, dejó sin
periódicos a la capital de España. Como consecuencia de esta huelga Pablo
Iglesias fue detenido, y muchos tipógrafos despedidos. Al no encontrar trabajo,
estos obreros se desplazaron a otros lugares de España, donde continuaron la
tarea de difusión de sus ideas.
Sin embargo, el PSOE creció de
manera lenta. Este lentitud suele atribuirse a dos factores: la rigidez de la
disciplina y la jerarquización del partido y el hecho de querer participar en
el sistema vigente mediante procedimientos políticos legales para conseguir sus
objetivos claramente revolucionarios, en un momento en que la clases obrera
estaba desencantada del régimen de la Restauración.
Durante la Exposición Universal de
Barcelona, el PSOE celebró su primer congreso en esta ciudad, poco después de la
fundación, en 1888, de la Unión General de Trabajadores (UGT), sindicato
vinculado al partido.
En la década de 1890, el socialismo
español comenzó a organizar las llamadas casas del pueblo, centros de reunión
con fines doctrinales, culturales y formativos. Por otra parte, reivindicó la
jornada laboral de ocho horas (de acuerdo con la consigna de la Segunda
Internacional), exigencia que se planteó el las concentraciones convocadas el 1
de mayo de cada año con motivo de la celebración de la fiesta internacional del
trabajo. Esta fiesta del trabajo se celebró por primera vez en nuestro país en
1890, con un importante nivel de participación en Madrid y en Barcelona. A
pesar de que Sagasta había permitido el derecho de voto a los obreros al
establecer el sufragio universal masculino, hubo que esperar hasta 1910 para
que en el Congreso de los Diputados hubiese un escaño ocupado por un diputado
socialista: Pablo Iglesias.
Al contrario que las socialistas, las
ideas anarquistas tuvieron un notable éxito en el movimiento obrero de Cataluña
y en la población campesina, sobre todo de Andalucía. Estas ideas se c entraban
en dos principios básicos: la libertad absoluta, sin jerarquías de ningún tipo,
y la bondad de la sociedad libre como obra de la naturaleza. Eran ideas
directas y sencillas que provocaron un gran entusiasmo.
El hecho de que el movimiento
anarquista no tuviera ficheros ni organización burocrática impide conocer con
certeza el número de afiliados, pero todo apunta a que contó con numerosos
seguidores. Por ejemplo, la “Revista Social”, que empezó a publicarse en la
década de 1870 para difundir las ideas anarquistas, tenía una tirada de 20.000
ejemplares, cifra muy elevada si se tiene en cuenta el grado de analfabetismo
de la población obrera. El propagador
del anarquismo en España fue también un tipógrafo: Anselmo Lorenzo.
La falta de organización de los
anarquistas fue su talón de Aquiles. Tanto en el Congreso de Sevilla (1882)
como en el de Valencia (1888), las discrepancias sobre la forma de actuar
llevaron caso a la disolución del movimiento. La desaparición de la
organización y la influencia de las nuevas ideas de “propaganda por el hecho” o
de “acción directa” de los anarquistas europeos (Bakunin, Kropotkin, Malatesta)
condujeron a algunos sectores de esta ideología al terrorismo. En la década de
1890, en Barcelona, el movimiento anarquista se inclinó por actuar mediante la
acción directa para avanzar en la lucha por la emancipación de la clase trabajadora.
El resultado fueron numerosos atentados terroristas.
Aprovechando las acciones
terroristas de una minoría, la legislación española contra el anarquismo se
endureció, y en 1896 se llegaron a crear cuerpos especiales de policía, bajo
mando militar, para actuar contra sus miembros en Barcelona y en Madrid. En
1897, la víctima del terrorismo anarquista fue el propio Cánovas del Castillo
que fue asesinado por el italiano Michele Angiolillo para vengar a los
anarquistas juzgados en el proceso de Monjuïc. A partir de esta fecha, la
actividad terrorista del movimiento obrero comenzó a disminuir.
En el campo andaluz, a causa de la
miseria reinante, se extendió el anarquismo revolucionario. En 1883, estalló el
asunto de la “mano negra”, una supuesta sociedad anarquista. Una huelga en la zona
de Jerez acabó en una serie de acciones violentas. La policía, a pesar de la
escasa consistencia de las pruebas de su existencia real, atribuyó los crímenes
cometidos a esta sociedad, y procedió a efectuar centenares de detenciones, que
terminaron con siete sentencias a muerte. Esta actuación policial y judicial
permitió a las autoridades debilitar el movimiento anarquista. No obstante, el
anarquismo siguió muy arraigado en la clase obrera andaluza.
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