Una vez fallecido Fernando VII,
quien había ejercido una feroz represión sobre todos los ambientes culturales, la
vuelta de los exiliados, propició que en el primer tercio del siglo XIX
apareciese en España el movimiento romántico, que ya estaba implantado en el
ambiente cultural europeo, y que presentaba la siguientes características: la
exaltación de los sentimientos, de la historia nacional, de los valores
espirituales, el gusto por los ambientes agitados y fantasmagóricos y por las
historias ambientadas en la época medieval. Escritores importantes serán
Martínez de la Rosa y el Duque de Rivas, quienes desarrollaron una literatura
basada en los valores nacionales tradicionales, mientras que otros autores
optaron por una literatura revolucionaria, como Mariano José de Larra o José de
Espronceda, espoleados por su propia experiencia de exilio. Pero la tendencia
más conservadora se impuso con autores como Mesonero Romanos, José Zorrila o
Estébanez Calderón. Más tardío será Gustavo Adolfo Bécquer, con predominio del
teatro histórico y la novela.
El romanticismo en Europa supuso una
visión muy negativa de la situación española, pues lo numerosos viajeros que
pasaron por España (Georges Borrow, W. Irving, Prospere Merimée), hablaron de
un país atrasado económica y políticamente: Se trasmitió la imagen tópica de un
pueblo de campesinos analfabetos, fanatizados por el catolicismo, sumidos en el
miedo a la Inquisición y la intolerancia, unidos a la violencia de los
bandoleros o las corridas de toros, y ambientados en un paisaje medieval muy
querido por el romanticismo.
A partir de mediados de siglo se inicio el movimiento realista en
la literatura, cuyos representantes más insignes fueron López de Ayala, Tamayo
y Baus, Fernán Caballero (seudónimo de Cecilia Böhl de Faber) o Pedro Antonio
de Alarcón. Los argumentos de sus obras pretenden describir la realidad con la
precisión de un observador imparcial, tratando con tono moralizante temas como
la vida moral, los problemas de conciencia, el matrimonio, le fidelidad, etc. El
realismo respondió al auge de la burguesía, que a lo largo del siglo XIX fue
situándose en el lugar predominante de la nueva sociedad liberal. Los valores a
inquietudes de esta clase social (individualismo, materialismo, deseo de
ascenso social y aprecio de lo cotidiano), fueron los temas recurrentes de la
literatura.
El modernismo, surgido a finales del siglo XIX, fue un movimiento
cultural y artístico de origen europeo que se caracterizó por un concepto
subjetivo de belleza que buscaba la originalidad. Sus seguidores pretendían
crear un estilo nuevo y refinado, que representase los gustos de la burguesía
urbana y cosmopolita. Los modernistas rechazaban la vulgaridad del realismo y
se inspiraban en el mundo de la fantasía y en la naturaleza. ( abarcó:
arquitectura, literatura, pintura, música... y alcanzó su plenitud en
Cataluña).
En este periodo nacieron dos
instituciones que encabezaron el movimiento intelectual burgués. El Ateneo
Científico y Literario, creado en 1835, que se organizó en cátedras a través de
las cuales impartieron cursos los más importantes representantes del mundo
literario, artístico, científico y político. A esta se sumo el Liceo Artístico
y Literario, que contribuyó también al desarrollo de las letras y las artes.
Ambas instituciones estuvieron dominadas por los moderados.
En la Universidad española, anclada
en un ambiente conservador, comenzó a desarrollarse una corriente crítica, conocida
como el krausismo, y que aglutinó a varios catedráticos de la misma. Fue Julián
Sanz del Río, catedrático de Historia de la Filosofía en la Universidad
Central, quien de su permanencia durante varios años en Alemania, trajo consigo
las ideas del filósofo alemán Krause, y comenzó a difundirlas a través de su
cátedra. Krause es un filósofo de segunda fila, de quien los universitarios
progresistas extrajeron dos principios
básicos: la reflexión individual y la actitud moral. Esto les hizo ser cada vez
más críticos con el dominio ideológico que la Iglesia ejercía sobre la
Universidad española, hasta acabar enfrentándose al poder político, lo que
supuso la expulsión de algunos de ellos de la Universidad, que dio origen a los
sucesos que terminaron con la trágica noche de San Daniel. El krausismo supuso
el único atisbo de reflexión libre en la Universidad española, agobiada por la
densa atmósfera doctrinal que nacía de la Iglesia. Pero ni en el ámbito del
pensamiento, ni en el de la ciencia, el krausismo supuso aportaciones
originales o avances dignos de tener en cuenta.
En el último tercio de siglo comenzaron a introducirse en España el
positivismo y el darwinismo. La influencia del positivismo de Compte impulsó la
incorporación de los modernos métodos científicos, basados en la observación y
la experimentación, al estudio de los fenómenos sociales dejando de lado las
especulaciones metafísicas e idealistas del pasado. Por su parte se extendieron
en España las teorías darwinistas a través de la Institución Libre de
Enseñanza, donde Charles Darwin fue nombrado profesor honorario. Esto supuso un
ataque feroz de los medios eclesiásticos a la proliferación de las teorías
darwinianas.
Cambio de
mentalidades
Un sector del liberalismo español defendió la conveniencia de poner fin
al predominio de la moral católica en todos los ámbitos sociales y laicizar la
vida pública.
Además, a finales de siglo, una parte de la clase trabajadora empezó a
manifestar actitudes anticlericales, asociando la Iglesia con los grupos
poderosos que la dominaban. La burguesía (la nueva categoría social del
dinero), que residía esencialmente en las grandes ciudades deseaba mostrar en
público su poder y su riqueza; las formas de ocio y diversiones pasaron a
comercializarse y a convertirse en un producto al alcance de quienes lo
pudieran comprar. Las élites frecuentaban esencialmente la ópera, los
espectáculos más exclusivos y numerosos teatros. Pero fue el gran momento de
los casinos y círculos de propietarios, (clubs o sociedades privadas) en las
que los notables de un lugar, empresarios o propietarios agrícolas se reunían,
tomaban café, celebraban fiestas, discutían de política o pasaban el tiempo en
tertulia o juegos de azar.
A finales de siglo, entre las clases populares urbanas se extendió la
asistencia a los cabarets, los cafés con funciones que atraían un público
variado, los bailes y las verbenas. Las corridas de toros continuaban, sin
embargo, siendo el espectáculo más popular y frecuentado. Igualmente, entre los
trabajadores, la taberna era el centro de reunión. Pero la influencia de las
ideas socialistas y anarquistas y el aumento de la alfabetización de los
obreros comportaron la fundación de ateneos obreros, círculos obreros o casas
del pueblo, que eran el lugar de formación, discusión y entretenimiento de las
clases populares.
Lo que no cambió en las mentalidades de esta época (salvo en
personas individuales o grupos sumamente reducidos y ya en el primer tercio del
siglo XX ) fue el papel de la mujer en la sociedad manteniéndose un concepción
tradicional que las subordinaba a los hombres y las privaba de todo derecho
jurídico o político. En esa condición subsidiaria, sometida al mundo masculino,
se encontraban todas las mujeres.
El feminismo tuvo poco desarrollo, centrado en reivindicaciones de
tipo social como el derecho a la educación o al trabajo. La reivindación
política fue tardía y no tuvo la influencia que las sufragistas adquirieron en
otros países europeos o americanos. Las dos grandes figuras del siglo serán
Concepción Arenal, quien se convirtió de forma autodidacta en una penalista de
reconocido prestigio y desarrollo una importante labor como visitadora general
de prisiones de mujeres, y Emilia Pardo Bazán, escritora naturalista que adopta
la reivindación feminista denunciando el poco avance en la igualdad de derechos
respecto de los hombres (sufragio universal, libertad de cultos, etc.), antes
bien planteando el incremento de la distancias entre sexos. De hecho a finales de siglo el analfabetismo
femenino rondaba el 70%.
La prensa
El triunfo de la revolución liberal
supuso un cambio fundamental respecto de la libertad de expresión. Desde 1834
se suceden varios decretos y reformas de la legislación sobre imprenta y
publicaciones. A lo largo del reinado de Isabel II convivió la declaración
teórica de libertad de expresión con una serie de restricciones que, en la
práctica, dejaba en manos gubernativas la decisión sobre la publicación de
prensa y libros. Sin embargo, y a pesar de las trabas, la prensa adquirió en España
un desarrollo excepcional: en 1836 se publicaban sólo en Madrid 43 periódicos,
y en 1850 la cifra alcanzaba los 120. Las etapas moderadas se caracterizaron
por una más estricta censura, pese a lo cual el periodismo español de la época
fue especialmente abierto, si lo comparamos incluso con países que ya entonces
tenían un régimen más liberal. Los periódicos se alinearon, en su mayoría, y de
forma más o menos explícita, con los dos grandes partidos dinásticos.
Entre los medios de difusión del
pensamiento sobresalió la lectura en bibliotecas públicas y privadas. El mundo
editorial tenía su centro en Madrid, donde se concentraba gran parte de la
prensa, difundida luego a todo el país mediante el ferrocarril y el correo.
Entre los diarios de mayor tirada del siglo destacaron “La correspondencia de
España”, de tendencia liberal moderada; y “El Imparcial” y “El Liberal”, ambos
liberales democráticos. “La Época” era el periódico conservador de las clases
medias acomodadas y de la aristocracia; el diario “La Vanguardia”, de
Barcelona, se convirtió en el medio de difusión de las clases altas catalanas,
rivalizando con el “Diario de Barcelona”. La cultura se difundía también a
través de las denominadas “sociedades de hablar”, reuniones más o menos
formales donde se discutían las novedades culturales y políticas del momento:
eran las sociedades patrióticas, los liceos (clubes sociales de recreo cultural
y artístico) y los cafés literarios, en los que se organizaban tertulias
estables como la de “El Parnasillo” en Madrid.
Dentro de la prensa, la variable humorística y satírica, tendrá su
espacio propio. El régimen de libertades inaugurado por la revolución de 1868
propició un extraordinario florecimiento de una prensa con alto contenido
satírico, que se expresaba, sobre todo en los semanarios humorísticos. Este
tipo de publicaciones, que han legado algunas de las más inteligentes, claras y
críticas visiones de la política del siglo XIX.
La prensa humorística tiene una de sus piezas claves en la caricatura y
la historieta críticas, realizadas con humor agudo y sátira demoledora. Estos
medios consiguieron llegar a los lectores de forma clara y amena, y expresaron
sus mensajes de forma sencilla para un público escasamente ilustrado que
entendiera mucho mejor un dibujo o una caricatura que densos artículos
políticos. El lector identificaba a políticos, gobernantes o personajes
populares por las caricaturas, que presentan la ventaja de que no muestran la
imagen real como lo hace una fotografía, sino que remarcan los rasgos físicos
más relevantes de los personajes, o deforman la realidad en función del mensaje
que se pretende transmitir.
Ejemplos de toda ella serán: La Carcajada, La Esquella de la
Torratxa, La Flaca, La Campana de Gracia, La Madeja, El Loro, El Quijote, La
Tribuna, Cu-Cut,.....
La educación
Durante el siglo XIX
las constituciones van a propugnar como un derecho fundamental de los
ciudadanos la instrucción. Pero la realidad es que la mayoría de la población
es analfabeta, y la enseñanza está en manos de la Iglesia que la dirige
principalmente hacia las clases medias y la oligarquía. No obstante los liberales
al considerar la educación como un instrumento para el desarrollo humano van a
potenciar la enseñanza pública, intentando además quitar el poder que la
iglesia tiene sobre la misma. A pesar de su intención, la inversión estatal en
educación será mínima durante todo el siglo XIX, no llegando a un 1% del
presupuesto estatal. Dos serán los intentos de conseguir mejorar este panorama,
plasmados en las leyes Pidal y Moyano.
Pedro José Pidal
intentará durante la década moderada regular la enseñanza basad en tres
niveles, enseñanza básica, media y universitaria. Respecto de ellas, la
enseñanza básica, estará a cargo de los maestros quienes serán contratados por
los ayuntamientos, que cuentan con poco presupuesto y ofrecen salarios tan
bajos que los maestros tienen que realizar otros trabajos para su sustento, lo
que provoca una deficiente labor docente. La enseñanza media intentará
desarrollarse a través de la construcción de un instituto al menos por cada
provincia, pero el número de alumnos es escaso, principalmente compuesto de las
clases medias urbanas. Las universidades son diez y será el Estado el encargado
de su gestión.
La
conocida como ley Moyano (Ley de Instrucción Pública de 1857), desarrollada por
Claudio Moyano, desarrolla la misma estructura educativa en tres niveles, donde
el Estado interviene y controla todo el sistema educativo. Por primera vez se
establece la enseñanza primaria como gratuita y obligatoria para los
comprendidos entre los 6 y 9 años y demostrasen no tener ingresos. Se creó una
red educativa que incluía las escuelas para adultos en horario nocturno y en
días festivos. El número de analfabetos disminuyó pero no en grado suficiente.
Las niñas fueron las grandes perjudicadas, pues su escolarización fue muy
inferior a los niños y su grado de analfabetismo mayor (a las mujeres no se les
autorizó a matricularse en la enseñanza media, bachillerato, hasta 1883). La
realidad fue que la escolarización sólo acogió a una pequeña cantidad de los
posibles alumnos, si bien en continuo crecimiento, al igual que la enseñanza
secundaria que ve aumentar el número de alumnos considerablemente, pero
disminuyendo en número de alumnos en los centros públicos, mientras aumentó el
de instituciones privadas y los de congregaciones religiosas. El primer
instituto femenino se inauguró en 1910 en Barcelona. La enseñanza universitaria
será coto de una pequeña parte de la población, pues en 1900 sólo acogía a
15.000 alumnos. La Universidad estaba controlada por el estado de forma con una
enseñanza uniforme y centralista, sin libertad de cátedra, donde sólo la
Universidad Central de Madrid impartía todas las licenciaturas y podía conceder
el grado de doctor. Las carreras que se podían estudiar eran Derecho, Medicina,
Farmacia, Ciencias y Filosofía y Letras, surgiendo después algunas Escuelas
Politécnicas y de Bellas Artes y creándose por primera vez Escuelas para Formar
a los Profesores Escuelas Normales). La presencia de las mujeres en la
Universidad requería un permiso de la Administración, de forma que alguna como
la escritora Concepción Arenal llegó a disfrazarse de hombre para asistir a las
clases.
El sexenio había
sido una época de amplia libertad de cátedra en las universidades. Pero en 1875
se produjo una regresión, cuando el gobierno dio órdenes de vigilar la
orientación de la enseñanza que se impartía y de censurar cualquier
manifestación crítica contra la monarquía y el dogma católico, lo que produjo una
reacción en contra de algunos profesores.
Así surgió la
Institución Libre de Enseñanza en 1.876, creada por un grupo de profesores,
entre los que se encuentran Nicolás Salmerón, Francisco Giner de los Ríos y
Gumersindo Azcárate, expulsados de la Universidad por lo que se conoce como la
segunda cuestión universitaria, surgida por la oposición que estos profesores
llevan a cabo a la política del ministro Orovio quien impone que el sistema
educativo debía ajustarse a las normas oficiales en materia religiosa, política
y moral. Frente a Orovio los expulsados defienden la libertad de enseñanza y
cátedra.
Fuera de sus aulas, Francisco Giner de los Ríos promueve la
Institución que
inaugura sus clases el 29 de octubre de 1876, en el número 9 de la calle Esparteros.
Entre sus enseñanzas ofrece varias de grado superior y las de segundo grado.
La ILE, heredera de los postulados del krausismo, introdujo en
España una pedagogía de vanguardia inspirados en el quehacer del suizo
Pestalozzi, que buscaba la formación integral del individuo en plena libertad y
mediante el fomento de la curiosidad científica, el antidogmatismo y la actitud
crítica. La ILE rechazaba cualquier filiación política o religiosa, si bien sus
profesores eran en su mayoría cristianos.
La ausencia de exámenes y libros
de texto, el estudio directo de la realidad, el respeto a la intimidad y a la
autonomía del estudiante que Giner practicaba en sus clases universitarias se
ven allí ampliados y desarrollados en el terreno de la segunda enseñanza.
Ampliando su esfuerzo educativo la
Institución, sostenida y alentada por el mismo Giner, edita un Boletín de la
I.L.E. (B.I.L.E.), instrumento de expansión de las ideas institucionistas y
apasionante testimonio del abanico de inquietudes intelectuales de la época.
Hasta que la guerra civil le haga
cerrar sus puertas en 1.936 la Institución fue un vivero de gente interesada en
la evolución intelectual y el progreso de España, desde distintas ópticas
políticas, basada en la formación como medio de conocer la realidad y de
conseguir transformarla en beneficio social. En este intento estuvieron
comprometidos desde Joaquín Costa a Julián Besteiro o Bartolomé Cossío, con la
inestimable colaboración a través del Boletín de intelectuales de la talla de Bertrand Russell, Henri Bergson, Charles
Darwin, John Dewey, Santiago Ramón y Cajal, Miguel de Unamuno, María Montessori, León Tolstoi, H.
G. Wells, Rabindranath Tagore, Juan Ramón Jiménez,
Gabriela Mistral, Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Azorín, Eugenio
D'Ors, Ramón Pérez de Ayala, como Julián Sanz del Río,
Antonio Machado Álvarez, Antonio y Manuel Machado Ruiz, Julio Rey Pastor, Luis Simarro, Nicolás Achúcarro,
Francisco Barnés o Alice Pestana. Un elenco de intelectuales diversos que
a través del Boletín supusieron una gran contribución al desarrollo cultural de
España.
Pero la ILE fue excepcional. La
educación en España siguió dominada por la enseñanza tradicional, basada en
métodos anticuados y muy poco críticos, que rechazaban las aportaciones científicas
y que estaba sometida a una fuerte vigilancia por parte de la jerarquía
católica. El nuevo régimen devolvió el control de la educación a la iglesia,
que contaba con cerca de 50.000 religiosos y religiosas dedicados a la
enseñanza. Su dominio era absoluto en la enseñanza primaria, en la que apenas
intervenía el Estado. Este cubría la segunda enseñanza, que contaba con unos 50
institutos en las grandes ciudades, ocupados por los hijos de las familias
ricas. Tampoco se hizo mucho por evitar el analfabetismo reinante, pues todavía
en 1900, el 65% de los españoles eran analfabetos. A finales del siglo sólo
había 15.000 alumnos universitarios en toda España y menos de 30.000 en
secundaria (en 1883, 160 muchachas estaban estudiando bachillerato y 9 estaban matriculadas
en la universidad).
La ciencia y la investigación se
limitaban a la labor asilada y no reconocida de un puñado de personalidades que
apenas podían avanzar ante la falta de medios materiales y de apoyo por parte
de las instituciones públicas y privadas. Los problemas de Santiago Ramón y
Cajal en sus primeros años de investigación son un buen ejemplo de ello. La
polémica desatado por las teorías de Darwin, condenadas sin paliativos por la
iglesia, es, por otra parte, un reflejo perfecto del ambiente que se respiraba.
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