Paralelamente
al discurrir político, entre 1833 y 1868 se produce la sustitución de la
economía feudal y de la sociedad estamental, propia del Antigua Régimen, por un
sistema económico capitalista y una sociedad de clases. La nueva sociedad
liberal se define por la propiedad: quien la tiene pertenece a la clase
dirigente, quien no, es un trabajador y queda relegado en la escala social. Por
eso no es extraño que la mayor parte de los cambios legales que se aprueban en
esta etapa se encaminen a forzar la plena propiedad privada. En torno a ella se
agruparán la alta burguesía y la vieja aristocracia, para formar una nueva
clase capitalista moderna.
Los cambios en la propiedad de la tierra: la
desamortización.
La desamortización de las tierras de
la iglesia y de los concejos constituye no solo la medida más llamativa de la
revolución liberal, sino quizás también la más importante desde el punto de
vista económico y social. Ya en el siglo XVIII, los ilustrados consideraban que
la enorme masa de bienes vinculados en manos de los privilegiados era la causa
más importante del atraso agrario. Algunos propusieron detener al menos el
proceso de acumulación, pero los Borbones se negaron a ello.
Fue la enorme deuda acumulada la que
llevó a la corona por fin a recurrir a la desamortización. Se trataba de
expropiar a quienes tenían bienes vinculados para ponerlos después en venta y,
con el importe, ir eliminando la deuda contraída. El primer decreto fue el de
1798 y afectó sólo a los bienes de algunas instituciones benéficas de la
iglesia. Después hubo varios intentos durante la Guerra de la Independencia y
el Trienio Liberal que quedaron frustrados al restablecerse el absolutismo.
A partir de 1833 la desamortización
se hizo ineludible. La guerra carlista obligó a buscar recursos con urgencia,
mientras la deuda había alcanzado niveles altísimos. Además, el clima
anticlerical que se extendió por el país, por el apoyo de los frailes al carlismo,
llevó a decretar la exclaustración general y facilitó al Gobierno la decisión.
En febrero de 1836 se publicó el
decreto de desamortización de los bienes del clero regular, la llamada
desamortización de Mendizábal. Aunque al principio sólo afectaba a los
conventos, en 1841 se incorporan las tierras del clero secular, en manos de los
obispados. El proceso duraría hasta 1845, cuando las ventas fueron detenidas
por el gobierno moderado. Pero Mendizábal no solo quería amortizar la deuda.
También buscaba convertir las tierras en propiedad privada, sujeta al
mercado, y transferirlas a compradores
enriquecidos que, al tiempo, se verían comprometidos a apoyar al bando
cristino. Por eso estableció un método de compra que permitía pagar con títulos
de la deuda, que estaban depreciados en el mercado. Como se admitían por su
valor nominal, las compras resultaron una ganga para los especuladores. Por
otro lado, el tamaño de los lotes y la corrupción en las subastas impedían a
los campesinos adquirir propiedades. El resultado fue que se amortizó solo una
parte de la deuda prevista y que, sin embargo, una enorme masa de bienes raíces
pasó a manos de las clases dirigentes.
En 1855, durante le Bienio
Progresista, se aprobó una nueva ley, la llamada desamortización de Madoz. Por
ella se ponían en venta todas las tierras restantes de la iglesia (rompiendo el
Concordato de 1851) y las de propios y valdíos, es decir, las tierras de los
ayuntamientos. Esta vez el proceso fue mucho más rápido y se amortizó mucha más
deuda. Pero, una vez más, las tierras fueron a para a manos de los inversores y
antiguos terratenientes, por lo que se acentuó el proceso de concentración de
la propiedad agraria en manos de la oligarquía. Además, la desaparición de las
tierras concejiles perjudicó a los campesinos, para los que habían sido
tradicionalmente una fuente de ingresos complementaria.
Además de la desamortización, la
revolución liberal introdujo otras reformas en la agricultura que contribuyeron
a consolidar el sistema capitalista. Los antiguos señoríos se transformaron en
propiedad privada, en su inmensa mayoría en manos de los antiguos señores. Se
suprimieron los diezmos y se decretó el libre cercamiento de las tierras y la
libre comercialización de los productos agrarios.
Las causas del retraso económico español a mediados del siglo XIX
La economía española presentaba un
retraso importante a mediados de la década de 1870 en relación con el
crecimiento de otros países europeos. Fue un desfase que se prolongó hasta bien
entrado el siglo XX y que ha sido el origen de buena parte de los problemas del
país hasta nuestros días.
Entre las principales causas de este
retraso está la geografía del país, que dificultaba las comunicaciones,
encarecía el transporte y hacía difícil el desarrollo de un mercado nacional
articulado.
También influyó negativamente la
escasez de materias primas y de fuentes de energía, así como su dispersión
geográfica. Tampoco coincidían en el espacio minerales, fuentes de energía y
puertos, lo que hubiera facilitado el desarrollo.
El lento crecimiento demográfico fue
otro factor. Provocó falta de mano de obra industrial, la carencia de un
excedente de productos agrícolas y de un mercado interior capaz de absorber la
producción de la industria.
En cuarto lugar estaba la falta de
capitales. Los capitalistas españoles en vez de invertir en la industria se
dedicaron a la compra de deuda pública y a la adquisición de tierras
desamortizadas, o bien a la especulación en bolsa. Sólo en el norte y en
Cataluña había un sector emprendedor de la burguesía que invertían en la
industria. Resultado de ello fue la dependencia de los capitales extranjeros,
que financiaron la construcción ferroviaria y el despegue siderúrgico, pero que
acaban repatriando lo beneficios a su países de origen.
El Estado desempeñó también un papel
negativo con la continua emisión de deuda que atraía a los capitales y con una
política proteccionista que favoreció el inmovilismo y la falta de cambios
tecnológicos en el campo y en las fábricas.
Hay que mencionar, por último, la
pérdida de las colonias americanas, que restó mercados privilegiados y materias
primas a la industria española, como pudo comprobarse en el caso de la
industria textil catalana.
La agricultura y la industria.
La eliminación de los señoríos y la
desamortización no se tradujeron en innovaciones agrícolas, ya que los nuevos
propietarios prefirieron mantener loas sistemas de cultivo en vez de invertir
en mejoras. Por eso el rendimiento de la tierra no aumentó y solo se incrementó
la producción debido a la puesta en cultivo de más tierras después de la
desamortización. La mejora en la articulación del mercado nacional permite una
cierta especialización de los cultivos: cereales en el centro y en el sur;
patata y maíz en el norte; vid en Galicia, litoral mediterráneo, Andalucía y
las nuevas zonas de la Mancha y La Rioja. A partir de 1868, y como consecuencia
de la aparición de la filoxera, los vinos españoles monopolizan el mercado
mundial, acumulándose grandes fortunas con su producción y comercio. A partir
de 1875, recuperada Francia, la producción vinícola española entra en crisis.
Hubo una clara decadencia de la
cabaña ganadera, en parte porque muchas de las tierras que habían servido de
pastos se cultivaron, pero también porque las telas de algodón habían hecho
poco rentable la cría de ovejas.
Como la producción apenas aumentó,
la mayoría de la población se mantuvo al límite de la subsistencia y en
permanente amenaza de hambre. Se sucedieron continuas crisis agrarias que limitaron
la capacidad de compra del campesinado y afectaron también a los negocios industriales y financieros.
Ante el estancamiento agrícola, no
es extraño que la producción industrial se mantuviera en niveles muy bajos,
porque faltaba mano de obra y, sobre todo, un mercado para colocar la
producción. Hacía 1830 sólo el sector textil de Barcelona había iniciado su
industrialización. Comenzó entonces una nueva fase de expansión que se prolongó
hasta 1862. La introducción del vapor y la mecanización permitieron multiplicar
las ventas, pero también el empleo de mano de obra infantil y femenina.
La producción siderúrgica se mantuvo
muy débil, sobre todo porque faltaba la demanda de maquinaria que hubiera
estimulado las inversiones. Además, el carbón español era costoso y de baja
calidad y el hierro resultaba caro comparado con el de otros países. Los altos
hornos andaluces eran los más importantes hasta 1860. Luego comenzó a crecer la
producción en Asturias gracias al carbón mineral de las minas locales. Sólo a
finales de siglo entrarán en competencia los altos hornos vizcaínos.
Otras industrias de consumo
crecieron a lo largo del periodo, pero su producción era de pequeña escala y,
en algunos casos, con sistemas de producción más artesanales que industriales.
En cuanto a la minería estuvo en su mayor parte en manos de capitales
extranjeros, a cambio de préstamos a la Hacienda. Algunos minerales como el
mercurio, el plomo o el cobre, aún registraban producciones importantes y eran
esenciales para la industria europea.
El boom ferroviario
La construcción del ferrocarril si que experimentó un notable
impulso en la segunda mitad del reinado de Isabel II. Hasta 1855 el total de
kilómetros construidos era sólo de 440; el retraso general de la economía
española y el clima de permanente inestabilidad habían impedido planificar la
construcción y atraer inversiones. En 1844 se publicó una Real Orden para
regular la construcción, pero fue muy imprecisa y no creó un marco legal
adecuado para incentivar a posibles inversores. Las concesiones recayeron sobre
grupos afines al partido moderado, que en gran parte se dedicaron a especular
en bolsa con ellas y provocaron algunos de los graves escándalos de corrupción
que jalonaron el final de la década. Sólo había tres líneas en funcionamiento
en 1855: Barcelona-Mataró (1848), Madrid-Aranjuez (1851) y Gijón-Langreo (1853).
Fueron los progresistas quienes en 1855 aprobaron la Ley General
de Ferrocarriles. Esta ley fijaba condiciones muy favorables para la
construcción: regulaba la formación de las compañías de construcción,
garantizaba las inversiones extranjeras, eximía de aranceles a los materiales
necesarios para tender las líneas, subvencionaba hasta un tercio del coste de
construcción y permitía a las compañías financiarse emitiendo obligaciones. Se
fijaba un plano radial de interés general a partir de Madrid y se optaba por un
ancho de vía mayor que el europeo. Se argumentó para justificar dicha decisión
que el mayor ancho permitiría máquinas más potentes y convoyes más rentables.
Al amparo de la Ley de Sociedades
Bancarias y Crediticias de 1856, que completó el marco legal, se formaron tres
grandes grupos, controlados por bancos franceses, pertenecientes alas familias
Rosthschild, Pereire y Prost, que fundaron las tres grandes compañías
ferroviarias: la del Norte, la MZA (Madrid a Zaragoza y Alicante) y la de
Ferrocarriles Andaluces. . A ellos se unieron como socios algunos de los
principales magnates de las finanzas españolas. Sacaron sus acciones a bolsa y
emitieron obligaciones para financiar la construcción. Entre los tres
acapararon las principales líneas previstas en la ley, que formaban y una red
radial en torno a Madrid.
Entre 1855 y 1865 se produjo un
auténtico boom ferroviario, con la construcción de las principales líneas,
construyendo un total de 4.310 kilómetros, a razón de 430 kilómetros anuales.
La crisis financiera internacional de 1866 prácticamente paralizó la
construcción, que sólo se reanudó después de 1876, aunque a ritmo más atenuado.
De hecho, la crisis se debió en parte al hundimiento de las sociedades
ferroviarias: habían invertido mucho dinero en líneas que no siempre eran
rentables, por lo que sus acciones se desplomaron, causando el pánico en la
Bolsa y llevando a las empresas a la quiebra.
En aquellos años de euforia, coincidentes
con el periodo de la Unión Liberal, buena parte del ahorro nacional y de los
recursos del Estado se invistieron en el ferrocarril: se calcula que el 40% de
la financiación fue de los inversores españoles, otra 40% de capitales
extranjeros y un 20% del Estado.
El sector financiero y el papel del Estado
El sector
financiero adoleció de la misma debilidad que el resto de la economía española.
España tardó mucho tiempo, hasta 1856, en generalizar el sistema de sociedades
anónimas, lo que retrajo a los inversores, que arriesgaban no sólo su capital
en las empresas, sino también su patrimonio particular. Además, el país se
hallaba sumido en un caos monetario. Y estaba, por último, la deuda pública,
que actuó atrayendo los capitales por sus elevados intereses, incluso los de
los pocos bancos que funcionaban.
En 1856 las Cortes del Bienio
Progresista aprobaron dos importantes leyes. La primera reguló la emisión de
moneda, creó el Banco de España y le otorgó funciones oficiales. Por su parte,
la Ley de Sociedades Bancarias y Crediticias reguló la fundación de sociedades
por acciones, y les otorgó amplia libertad de actuación. A raíz de ambas leyes,
y en un clima de expansión económica, entre 1857 y 1866 se multiplicaron las
sociedades financieras. Las más importantes fueron las ferroviarias, pero
también aparecieron numerosos bancos y sociedades de inversiones. La mayoría se
dejó arrastrar por la euforia especulativa y, cuando a partir de 1864 sobrevino
la crisis, muchas de ellas se desplomaron.
El comercio interior comenzó a
crecer a partir de 1840, gracias al fin de la guerra y a la desamortización.
También influyó la reparación y ampliación de la red de carreteras, así como la
eliminación de aduanas internas. Menos positiva fue la evolución del comercio
exterior, a causa del proteccionismo y de la falta de una moneda sólida.
Al saneamiento económico contribuyó
también el sector público. Entre las medidas más importantes estuvieron el
establecimiento de los presupuestos, la reforma fiscal de 1845 y la
consolidación de la deuda pública a parir de 1852, lo que hizo aumentar la
confianza de los compradores.
La mejora de la situación fiscal
también permitió a los gobiernos invertir en grandes obras públicas, como el
Canal de Isabel II o la financiación de los ferrocarriles. Pero cuando estalló
la crisis de 1864, la primera gran crisis capitalista de la historia española,
el Estado se encontró de nuevo endeudado y sin capacidad de respuesta. El
hundimiento del crédito público, a raíz del crack bursátil de 1865, contribuyó
a agravar la crisis y a dinamitar el trono de Isabel II.
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