La dimensión internacional
En la década de 1.930, pues, cuando se desarrolla
Segunda República Española, Europa se halla inmersa en una profunda crisis
económica de graves consecuencias sociales y dividida políticamente en países
democráticos, fascistas y el único país comunista del mundo, la URSS. La
difícil convivencia entre estos tres tipos de regímenes encuentra su eco en
España durante la Guerra Civil y no antes, puesto que la importancia de los
grupos fascistas (Falange) y comunistas (PCE) en el conjunto de las derechas y
las izquierdas, respectivamente, es prácticamente irrelevante antes de 1.936,
aunque los ejemplos exteriores tienden a esgrimirse como amenazas por ambas
partes.
Desde su inicio, la guerra española se convirtió en un
conflicto de trascendencia internacional. La extrema tensión de la época, con
un mundo dividido entre potencias democráticas
y estados fascistas, facilitó la toma de postura. En general, la opinión
pública progresista y el movimiento obrero internacional se alinearon con la
república, a la que se identificó con la defensa del sistema democrático. Los
conservadores apoyaron al bando sublevado, al considerar que la república era
un régimen revolucionario que podía convertir a España en un país comunista.
En la contienda española se forman bandos que se van a
repetir en la Segunda Guerra Mundial, iniciada tan sólo cinco meses después del
fin de la Guerra Civil. De un lado, los regímenes fascistas; de otro, el pacto
del Frente Popular sellado entre los gobiernos democráticos y los comunistas.
Pero mientras en la guerra española la intervención fascista en apoyo de los
sublevados es inmediata (envío de aviones italianos y alemanes para cruzar el
Estrecho en agosto, complicidad de la dictadura portuguesa de Salazar), la
inhibición, e incluso la neutralidad favorable a los rebeldes, de las potencias
democráticas (EE.UU, Francia y el Reino Unido), denominada eufemísticamente
política de no intervención, debilita la República y favorece claramente a los
insurrectos.
En
todo caso los dirigentes democráticos occidentales no querían arriesgarse a una
nueva guerra europea por España. El gobierno francés estuvo inicialmente
dispuesto a entregar armas a la República, pero rápidamente la presión inglesa
le hizo desistir.
En
agosto, por iniciativa británica, se constituyó el Comité Internacional de No
Intervención, en e que se integraron 27 países, entre ellos Inglaterra,
Francia, Alemania e Italia. Los firmantes se comprometieron a permanecer
neutrales y evitar el suministro de armas y recursos a ambos contendientes.
Pero el Acuerdo de No Intervención resultó ser un completo fraude: mientras
Francia e Inglaterra a aprestaron a cumplirlo, tanto Italia como Alemania
enviaron material, hombres y dinero al bando nacionalista durante toda la
guerra, La república sólo recibió ayuda de la URSS, pero en mucho menor
cuantía, y sólo hasta 1938.
El contexto internacional favoreció siempre al bando
sublevado. Ni Inglaterra ni Francia estaban dispuestas a arriesgar una nueva
guerra europea por España, y no sólo transigieron con las violaciones del
acuerdo de No Intervención de Alemania e Italia, sino que cedieron ante la
expansión de Hitler. Con la anexión de los Sudetes (Checoslovaquia, 1938) en el
Pacto de Munich se abandonará a la República española definitivamente. Las
democracias europeas optaban por su propia y frágil situación de paz ante la
amenaza del fascismo. En los gobiernos occidentales primaba más el
anticomunismo y el miedo a la revolución que el respaldo a la democracia.
Sorprende la actitud de los EE.UU, que se declararon neutrales y permitieron
que la compañía Texaco suministrara combustible al bando nacionalista durante
toda la guerra.
En España se ponen a prueba las estrategias
ofensivas que se emplearán en la Segunda Guerra Mundial, como el bombardeo
sobre las poblaciones civiles por la aviación de la Alemania nazi (Legión
Cóndor). Las imágenes de los bombardeos (Madrid, Bilbao, Guernica), que se
difunden en los noticiarios de los cines de Londres, no tardarán en hacerse
realidad y golpear a la propia capital británica en 1941. Hasta noviembre de
1936, cuando ya la guerra está definida en lo esencial la capital, Madrid, está siendo asediada, la URSS rompe
la farsa de la no intervención y comienza su apoyo a la República. Esta
circunstancia contribuyó a prolongar la guerra y fortaleció claramente la
posición del Partido Comunista. Parte de los suministros de la República
llegaron en ocasiones a través de la frontera francesa, que estuvo la mayor
parte del tiempo cerrada, pero que fue abierta de manera efímera e
intermitente, con resultados claramente insuficientes.
La
ayuda extranjera
Además de la
superioridad militar de los franquistas, la desigual ayuda exterior fue la otra
causa determinante de la victoria nacionalista.
Tras el golpe, Franco y
Mola solicitaron de inmediato a Italia y Alemania dinero, armas, y, sobre todo,
barcos. El triunfo de la sublevación pasaba por desembarcar en la Península las
tropas del Ejército de África. Fue Franco quien consiguió el apoyo de Alemania,
que envío barcos mercantes a través de una sociedad creada al efecto.
Pronto comenzó a llegar
la ayuda militar. Mussolini envió cerca de 70.000 hombres, con abundante
munición y material de guerra. La Alemania nazi, por su parte, vendió armas a
los sublevados y envió a España la Legión Cóndor, unidad de élite de la
aviación alemana, además de numerosos técnicos y asesores militares. Para
Hitler se trataba de probar sus armas, obtener una posición sólida en el
Mediterráneo y, sobre todo, adquirir en compensación materias primas españolas.
Los sublevados también
tuvieron la colaboración de Portugal, que facilitó la llegada de armas sobre
todo al inicio de la guerra.
Por su parte la
República vio pronto cómo la inicial ayuda francesa quedó cortada por el
Acuerdo de No Intervención. Sólo más tarde comenzó a llegar la ayuda soviética,
cuando Stalin aceptó vender armamento y enviar asesores por el temor a una
expansión fascista por el Mediterráneo. Los primeros carros y aviones
comenzaron allegar justo a tiempo para la defensa de Madrid, en noviembre de
1936. Pero la ayuda rusa, pagada con el oro del Banco de España, fue bastante
dispersa, tuvo serias dificultades para llegar, y obligó a dedicar la flota a
labores d escolta, perdiéndose así una importante baza militar. En las duras
batallas del verano de 1938, la falta de artillería y de aviación, mientras el
gobierno franquista recibía constantes suministros alemanes e italianos,
resultaría definitiva.
La otra ayuda que
recibió la República fue de las Brigadas Internacionales. Los brigadistas eran
voluntarios antifascistas reclutados por la Komintern en todo el mundo, aunque
muchos de ellos no eran comunistas. Empezaron a llegar en octubre de 1936, y fueron
entrenados en Albacete antes de incorporarse a los frentes. Se calcula que
llegaron a España a lo largo de dos años unos 40.000 brigadistas. Su ayuda fue
importante, sobre todo en la defensa de Madrid y en las batallas de 1937, hasta
Teruel. A finales de 1938 Negrín aceptó su retirada de forma unilateral, ante
las presiones del Comité de No Intervención. Este no consiguió lo mismo, sin
embargo, del bando nacionalista, que contó hasta el fin con unidades italianas.
Las consecuencias de la guerra civil
El fin del conflicto de caracteriza por el
movimiento de un enorme número de población que sufre traslados por campos y
ciudades en condiciones de miseria, especialmente sentida en las grandes urbes,
como Madrid, donde Auxilio Social distribuye 700.000 raciones de comida al día.
En cuanto a las pérdidas humanas las cifras son muy
dispares según se incluyan las muertes directas o las no directas causadas por
el hambre, alteración de natalidad o represión posterior. De forma aproximada,
si a las muertes ocasionadas por la guerra y la posguerra, sumamos el medio
millón de exiliados republicanos, las pérdidas demográficas superan con creces
el millón de habitantes, al que habría que añadir las producidas por el
descenso de la natalidad, así como el hecho de que la mortalidad se centró
principalmente en la población joven y activa.
Otra pérdida
significativa la constituye el exilio republicano. Desde el inicio de la guerra
hubo gente que abandonó el país, y entre ellos muchos niños de familias
republicanas que prefirieron enviarles al extranjero para garantizar su
seguridad (los “niños de la guerra”). Pero fue a partir de la campaña de
Cataluña, a comienzos de 1939, cuando se desencadenó una salida masiva tanto de
soldados como de población civil. En las semanas finales los puertos levantinos
se llenaron de refugiados que buscaban desesperadamente embarcar hacia el
extranjero, temiendo las represalias. Muchos miles fueron capturados por las
tropas nacionalistas y recluidos en campos de concentración.
Con el final de la guerra se abre un periodo de
exilio para miles de familias que deciden salvar sus vidas al otro lado de la
frontera. Son militares y funcionarios republicanos, médicos, profesores,
intelectuales y obreros cualificados. La mayor parte de ellos terminan hacinados
en campos de refugiados franceses, donde esperan embarcar para América; allí
contribuirán al desarrollo cultural de los países latinoamericanos. En un
México gobernado por Lázaro Cárdenas, especialmente hospitalario, se instalan
el Gobierno y las Cortes de la República.
Con el inicio de la Segunda Guerra Mundial y la
ocupación de Francia por las tropas de la Wehrmacht, miles de españoles
republicanos se enrolan en el ejército y en la resistencia francesa. Muchos
otros son entregados a los alemanes por las autoridades del régimen
colaboracionista de Vichy y recluidos en campos de concentración como Dacha,
Treblinka, Mauthausen y Oraniemburg, donde termina confinado Largo Caballero.
Lluís Companys, presidente del gobierno catalán, es entregado a las autoridades
franquistas, que lo fusilan de forma inmediata.
En el interior de España, el estado de guerra
continúa hasta 1948. La promulgación de la Ley de Responsabilidades políticas
de febrero de 1939 abre la vía para la represión de quienes han prestado apoyo
activo a la República. Se improvisan campos de concentración, cárceles en las
plazas de toros y en los campos de fútbol para internar, en condiciones
miserables, una población penal de carácter político que en 1939 alcanza la
cifra aproximada de 300.000 personas. Miguel Hernández, Julián Besteiro
(presidente de las Cortes) los dos mueren, como tantos otros, en la cárcel y
junto a Antonio Buero Vallejo son testigos, entre otros intelectuales, de la
miseria moral, en forma de delaciones y venganzas, que se genera al finalizar
la guerra.
Se calcula que unas 450.000 personas abandonaron el
país. Aunque una parte retornaría a lo largo de la dictadura, la mayoría
permaneció fuera de España. Además del impacto emocional y del desgarro
psicológico que el exilio supuso para los afectados, la repercusión sobre la
vida española fue enorme. Se trataba de una población mayoritariamente joven,
activa, y sobre todo incluía los sectores mejor preparados del país. Entre
ellos estaban las élites científicas, literarias y artísticas de la Edad de
Plata, cuya ausencia convertiría a la España del franquismo en un auténtico
páramo cultural y en un desierto científico y tecnológico.
Los vencedores
realizaron una labor de represión y humillación con los vencidos, que fueron
marginados, sancionados económicamente, expulsados de sus empleos y
encarcelados. Muchos de ellos fueron juzgados y ejecutados en juicios sin las
debidas garantías (aproximadamente 50.000) y otros muchos tuvieron que cumplir
penas que incluyeron los trabajos forzosos como la construcción del los Nuevos
Ministerios o el Valle de los Caídos.
Económicamente se volvió a una estructura activa
predominantemente agraria, por la destrucción de la industria. Se destruyeron
numerosas ciudades (sobre todo en el Norte). Lo mismo ocurrió con las
carreteras y el parque automovilístico. El endeudamiento por la guerra se
estima en 300.000 millones de pesetas además de la pérdida del oro del Banco de
España. La caída de producción en todos los sectores se prolongará hasta la
década de los 50. Consecuencia de ello fue el hundimiento de la Renta Nacional
y Per Cápita, y el hambre en la posguerra para la mayoría de españoles.
Desde el punto de vista
social, supuso la recuperación del control de la economía por parte de la
oligarquía tradicional, así como la eliminación de los derechos adquiridos por
los trabajadores.
Por último, moralmente la guerra dejó marcadas a varias
generaciones por el trauma del sufrimiento, pero también por la represión
posterior y la atmósfera de la España postbélica, el clima de revancha, de
persecución y de imposición de una escala de valores unilateral, la de los
vencedores, que prolongó durante muchos años la división y el enfrentamiento
entre los españoles.
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