El desastre de 1898 produjo una conmoción general en el país. Como
consecuencia, el régimen de la Restauración entró en una nueva fase, que vino
marcada por la subida al trono de Alfonso XIII, al cumplir la mayoría de edad
en 1902 y que finalizó en 1931 con la caída de la monarquía y la proclamación
de la Segunda República.
Durante este período, una nueva generación de políticos y nuevos
movimientos sociales (republicanismo, obrerismo y nacionalismo) irrumpieron en
la vida española. El régimen de la Restauración fue incapaz de ensanchar su
base social hacia esas nuevas fuerzas, que se mantuvieron siempre al margen del
sistema y dieron lugar a un aumento de los conflictos sociales y políticos.
Entre 1898 y 1912, los partidos dinásticos (Conservador y Liberal), con sus
dirigentes principales, Antonio Maura y José Canalejas, intentaron una
modernización del sistema. Pero a partir de 1912, la continua decadencia y
fragmentación del régimen dio lugar al fortalecimiento de la oposición
republicana, obrerista y nacionalista.
El
problema colonial en Marruecos y el impacto de la Gran Guerra y la revolución
bolchevique en Rusia agudizaron los conflictos, que estallaron en los sucesos
revolucionarios de 1917. La incapacidad del sistema de la Restauración para
renovarse y democratizarse acabó propiciando la solución militar y, en 1923, el
golpe de Estado de Primo de Rivera dio origen a una dictadura hasta 1930. El
compromiso de la propia monarquía con el nuevo régimen dictatorial desembocó en
su caída en abril de 1931.
El regeneracionismo
Entre los años finales del siglo XIX
y los primeros años del siglo XX, se desarrolló en nuestro país una corriente
ideológica de protesta contra el régimen de la Restauración que recibió el
nombre de regeneracionismo. El sistema político español era considerado por los
regeneracionistas como inmoral, corrupto e ineficiente, puesto que los
gobernantes habían demostrado su incapacidad para solucionar los problemas más
graves.
Entre
los principales regeneracionistas está Joaquín Costa.
El revisionismo político
Tras el desastre de 1898, la mayoría
de los líderes de los partidos turnistas eran plenamente conscientes de la
necesidad de introducir cambios en el sistema político para modernizar y
adaptar el viejo régimen canovista a las nuevas circunstancias. Además, los
dirigentes conservadores y liberales coincidían en que esta reforma política
debería llevarse a cabo desde el gobierno y de manera controlada, gradual y
paulatina. Los tres objetivos comunes a todos los proyectos revisionistas que
fueron ensayados durante los primeros dos decenios del siglo XX fueron:
1-
La
revitalización de las instituciones liberales y parlamentarias para reforzar la
monarquía y asegurar su supervivencia.
2-
El
intento de evitar sobresaltos revolucionarios, impedir el agravamiento de las
confrontaciones sociales y frenar el avance del republicanismo.
3-
La
democratización del sistema impulsando la participación política de los
ciudadanos españoles.
Algunos
gobernantes, entre los que destacaron Francisco Silvela, Antonio Maura, José
Canalejas y Eduardo Dato, plantearon e
intentaron poner en práctica varias fórmulas diferentes para promover la
renovación política del sistema de la Restauración. Sin embargo, en ocasiones,
las propuestas reformistas fueron contempladas por los ciudadanos como meros
artificios retóricos insinceros y carentes de credibilidad. Así sucedió cuando
las iniciativas renovadoras eran defendidas por dirigentes políticos que, como
el Conde de Romanones, eran además poderosos caciques y adinerados
latifundistas pertenecientes a la nobleza.
El
primero de los proyectos revisionistas fue impulsado por Francisco Silvela,
cuando ocupó la presidencia del gobierno entre 1902 y 1903. Este político
definió su programa de reforma como una “revolución desde arriba”, expresando
así claramente su deseo de evitar el triunfo de una violenta insurrección
“hecha desde abajo”. Silvela realizó esfuerzos para terminar con la corrupción
administrativa, el fraude electoral y el caciquismo. Asimismo, preparó
proyectos de descentralización para lograr una mejor integración de los
nacionalistas catalanes en el sistema. Pero fracasó.
En
1905 estalló una grave crisis en Cataluña. Allí, en 1901, se había fundado la
Lliga Regionalista, partido nacionalista liderado por Prat de la Riba y
Françesc Cambó. Apoyado por las clases medias y altas de Cataluña su
crecimiento fue rápido, y en 1905, ganó las elecciones municipales de forma
aplastante. Los militares, alarmados, denunciaron lo que consideraban un
triunfo del separatismo. La prensa nacionalista contraatacó, y en noviembre dos
periódicos de Barcelona, La Veu y Cu Cut, publicaron comentarios y caricaturas
considerados ofensivos por muchos militares. Como respuesta, trescientos
oficiales asaltaron e incendiaron las imprentas respectivas. En medio del
escándalo el gobierno hizo suspender las garantías constitucionales, para
evitar futuros incidentes de este tipo.
Pero
el ejército pedía más, y en 1906, en medio de disturbios y protestas en la
calle, se aprobó la llamada “ley de jurisdicciones”, que identificaban los
delitos contra el ejército, incluidas las injurias, como delitos contra la
patria, y los ponía bajo la jurisdicción militar. La reacción contra la ley
hizo que las fuerzas políticas catalanas se unieran en Solidaritat Catalana,
que en 1907 logró una contundente victoria electoral.
Otro
importante intento revisionista vino de Antonio Maura, quien a partir de 1907,
en sucesivos gobiernos, intentó una política revisionista basada en una serie
de medidas de inversión pública, a
través de la Ley de Protección de la Industria Nacional, el plan de
reconstrucción naval y actuaciones dirigidas a mejorar la situación de la
agricultura. Para atender a las demandas sociales, en 1908 se estableció el
Instituto Nacional de Previsión, antecedente de la Seguridad Social. También se
reguló el descanso dominical y la jornada laboral de mujeres y niños. En el
terreno político, Maura apostaba por una reforma que atrajera a la “masa neutra” del país hacia la
política, rompiendo la indiferencia que denunciaron los regeneracionistas y
acabando con el caciquismo. Modificó la ley electoral para establecer el voto
obligatorio y la proclamación automática de candidatos sin oposición. Pero la
más ambiciosa reforma de Maura era la nueva Ley de Administración Local, por la
que se creaban las mancomunidades, asociaciones de las Diputaciones de cada
región, un primer paso para el autogobierno regional. La ley contó con el
respaldo de la Lliga, pero la resistencia de los representantes de la
oligarquía impidió su aprobación. En el fondo, ni conservadores ni liberales
estaban dispuestos a renunciar a los privilegios que les otorgaba el sistema
caciquil centralista.
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