La España de 1939 era una nación arrasada material, demográfica y emocionalmente. El nuevo estado dirigido por el general Franco representaba los intereses de la oligarquía tradicional, la iglesia y el ejército. Se caracterizó por la persecución sistemática de cualquier oposición y por un sistema económico autárquico que prolongó las consecuencias de la guerra durante dos décadas. La dictadura duró casi cuarenta años y marcó profundamente a dos generaciones de españoles.
Dentro de un aparente inmovilismo, el régimen fue adaptándose a las diferentes coyunturas internacionales con las que tuvo que convivir. Desde el alineamiento con el fascismo durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, a un tibio neutralismo al final del conflicto. Luego vino el aislamiento de la posguerra, hasta que la Guerra Fría permitió al régimen ser reconocido y apoyado, sobre todo por los Estados Unidos. La expansión económica de los años sesenta trajo prosperidad, pero también propició la entrada de los movimientos culturales e ideológicos europeos y el incremento de las movilizaciones contra la Dictadura.
Fundamentos ideológicos
El régimen se caracterizó desde sus orígenes por una rotunda concentración del poder en la figura de Franco. Todas las instituciones le estaban completamente subordinadas, y sus miembros lo eran por voluntad del Caudillo.
Pero el régimen franquista también tuvo una serie de componentes ideológicos. Estaba en primer lugar, el anticomunismo. Para los vencedores, en realidad, comunistas eran todos los llamados “rojos”, lo que incluía desde la extrema izquierda revolucionaria hasta la burguesía democrática, por moderada que fuera. La propaganda anticomunista arreció a partir de 1950, cuando el régimen fue admitido en las organizaciones internacionales en el contexto de la Guerra Fría.
En segundo lugar, el antiparlamentarismo. La democracia parlamentaria se identificaba con lo antiespañol y con el marxismo. Aunque tras la Segunda Guerra Mundial las críticas disminuyeron, siempre se presentó al sistema parlamentario como modelo débil, sobre el que la “democracia orgánica” del régimen tenía, según sus defensores, una clara superioridad.
En tercer lugar la dictadura se identificó claramente con el catolicismo, hasta el punto de que se generalizado el término nacionalcatolicismo para etiquetarla. Franco estableció la confesionalidad del Estado. El dominio que la Iglesia ejerció en la vida social de la España franquista fue absoluto. Su control de la educación era completo: la Iglesia era titular de gran parte de los colegios, y la enseñanza religiosa era obligatoria incluso en la universidad. Se suprimió el divorcio, el matrimonio civil, el matrimonio religioso volvió a ser obligatorio, y se restableció el presupuesto para el culto y el clero. También creó asociaciones o grupos de presión como la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, en la década de los cincuenta, o el Opus Dei, en los sesenta. Además, tenía plena competencia en materia de censura y una presencia constante en los medios de comunicación. Se impuso una estricta moral católica, pública y privada, cuyo incumplimiento era castigado por el Código Penal.
La cuarta característica fue el tradicionalismo. La “unidad de la Patria” se convirtió en valor sacrosanto, justificado en raíces históricas. Se exaltaron los valores de la Reconquista y del Imperio, y se adoptaron sus símbolos.
La propaganda franquista calificó a la autonomía de las regiones como antiespañola. Todo sentimiento nacionalista que no fuera español fue descalificado y perseguido. Se prohibió el uso de cualquier lengua que no fuera el castellano, se abolieron los órganos de autogobierno y se proscribieron los símbolos nacionalistas.
El régimen fue desde el principio militarista. La vida cotidiana se llenó de desfiles, uniformes y símbolos castrenses. En cualquier acto público se exaltaba a la bandera o al himno nacional. La radio y la prensa recordaban permanentemente la guerra, la victoria y el papel del ejército en la defensa de la unidad de la Patria.
Por último, hubo una serie de rasgos fascistas muy marcados. Entre ellos estaban los símbolos y los uniformes, inspirados en los del fascismo italiano o el nazismo alemán; la existencia de un partido único; la exaltación del Caudillo; el desprecio a las instituciones; o la violencia como medio de control de masas.
Las bases sociales
La dictadura devolvió a la oligarquía terrateniente y financiera su hegemonía. No sólo recuperaron sus empresas y propiedades, sino también su dominio de la vida social. Fueron, además, los principales beneficiarios de la economía intervencionista de las primeras décadas del franquismo. A ella se incorporaron militares y falangistas, así como personajes enriquecidos por la guerra y los negocios.
El régimen franquista contó también con el apoyo de las clases medias rurales, sobre todo en el norte y en ambas Castillas, así como de quienes en las ciudades se beneficiaron de las depuraciones masivas realizadas al término de la guerra entre funcionaros, maestros, profesores universitarios y militares republicanos.
Por el contrario, entre los jornaleros y el proletariado industrial la Dictadura apenas tuvo respaldo. Lo mismo ocurrió con buena parte de las clases medias urbanas, que habían sido republicanas. Pero una cosa era la disconformidad y otra muy distinta la oposición o la protesta. La represión sistemática, el miedo a la delación, la miseria generalizada y el hundimiento moral de la derrota desarmaron cualquier posibilidad de reacción durante varios años. Después, la propaganda, el aumento del bienestar a partir de los años sesenta y el relevo generacional, hicieron que una parte de estos sectores obreros y campesinos adoptaran una actitud de acomodamiento, de aceptación del régimen y de apoliticismo, cuando no de respaldo directo al franquismo.
En el nuevo régimen los partidos políticos fueron prohibidos. No sólo las organizaciones que habían apoyado a la república, cuyos dirigentes fueron recluidos en prisiones y campos de concentración, o simplemente ejecutados. Tampoco estaban permitidos los partidos de derecha, ni siquiera los que en su día habían apoyado la sublevación. Sólo se permitió la Falange, pero es significativo que se prohibiera a la prensa definirla como partido, y que pasara a ser denominada Movimiento Nacional.
Sin embargo, Franco no sólo se sirvió de la Falange, sino que buscó a sus colaboradores entre grupos ideológicos y corpotarivos distintos, que constituyeron los que, a falta de otro nombre, se conoce como “familias” del régimen.
La primera de ellas estaba constituida por los propios falangistas. La Falange no tenía ya nada que ver con el partido de José Antonio. Muerte el líder y marginados los viejos dirigentes, los Estatutos confirieron a Franco la jefatura única, y el partido se convirtió en cantera de dirigentes y cuadros para la dictadura. Sus organizaciones, como el Frente de Juventudes, la Sección Femenina o la Organización Sindical, dominaban la vida económica y social. En los primeros años los falangistas ocuparon los cargos más significativos, pero la derrota de las potencias fascistas en la Segunda Guerra Mundial hizo que poco a poco su presencia en los gobiernos fuera disminuyendo.
Los militares formaban otra de las familias. Muchos de los jefes sublevados fueron colaboradores directos de Franco tras la guerra, entre ellos el hombre que permaneció más tiempo junto al dictador, Carrero Blanco. Otros, sin embargo, se distanciaron y acabaron apartados del poder, demasiado críticos o prestigiosos para agradar al Caudillo. En todo caso, los militares no formaron nunca un grupo de presión, porque Franco cuidó siempre de mantener al ejército en un papel estrictamente subordinado a su persona.
Un tercer grupo influyente eran los católicos. Procedían de asociaciones de la Iglesia o, más tarde, del “Opus Dei”. Suministraron cuadros y dirigentes, en general con un alto nivel de formación técnica. Además, obispos y prelados participaron el las Cortes franquistas y en el Consejo del Reino. Sólo a raíz del Concilio Vaticano II, en 1962, se produjo un distanciamiento progresivo entre la jerarquía española y la Dictadura, que terminó incluso en abierto conflicto en los años setenta. Ello no impidió que miembros del “Opus Dei”se mantuvieran en el poder hasta la muerte del dictador.
También los monárquicos colaboraron. Los carlistas tuvieron un papel secundario. Los demás creían que, terminada la guerra, la Dictadura dejaría paso a la Monarquía, encarnada a partir de 1941 en Don Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII exiliado en Portugal. Pero Franco les decepcionó, al negarse a dejar el poder. Sin embargo, y pese a la tirantez con Don Juan, muchos monárquicos colaboraron con el régimen y ocuparon puestos claves, de forma especial en el cuerpo diplomático.
En realidad, todas estas familias no dejaban de ser ficticias. Franco, que carecía de una ideología política clara, elegía a sus colaboradores al margen de etiquetas. Para hacer carrera se precisaba una lealtad personal, prudencia y carencia de mayores ambiciones. El dictador evitó siempre que nadie acaparara demasiado poder, y recelaba de quienes mostraban criterios propios. Además, buscó siempre equilibrar la participación de los diferentes grupos en el Gobierno y en los altos cargos del sistema.
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