Un año antes, en octubre de 1969, se había producido un cambio de gobierno. El estallido del escándalo MATESA, un caso de subvenciones a la exportación concedidas a una empresa fraudulenta, salpicaba a varios ministros. Esta vez fue Carrero Blanco quien recompuso el gobierno: Fraga, Solís, Castiella y varios ministros más salieron, y se formó un gabinete compuesto exclusivamente por hombres del Opus Dei y militares. El nuevo ministro de Exteriores, López Bravo, afrontó un programa diplomático ambicioso: estableció relaciones con países del Este, firmó un acuerdo preferencial con la CEE y renovó los acuerdos con EE.UU. En política interior, la acción más importante fue la Ley de Educación de 1970, a cargo del ministro Villar Palasí, que reformó el sistema educativo para acercarlo a los modelos europeos.
Pero el debate real se polarizaba en torno a la continuidad de la dictadura, ante el ya evidente envejecimiento de Franco. Dentro del régimen se fue produciendo una ruptura entre los llamados “aperturistas”, partidarios de reformar el sistema para ir acercándolo progresivamente a un modelo parlamentario, y los sectores más inmovilistas, que pronto fueron denominados como el bunker, y que se organizaron en torno a Fuerza Nueva, dirigida por Blas Piñar, la Hermandad de ex-Combatientes y los sectores más derechistas de Falange, encabezados por José Antonio Girón y Raimundo Fernández Cuesta. Ya durante el proceso de Burgos habían promovido una concentración en la Plaza de Oriente para apoyar al Caudillo, recuperando el espíritu de trinchera de 1946, cuando un similar acoso internacional asediaba a la dictadura. El debate sobre el Estatuto de Asociaciones, un tímido y frustrado intento de permitir lo que desde el régimen se llamaba "contraste de pareceres", mostró hasta qué punto había resistencia a los cambios.
Y mientras tanto, la oposición crecía. Las huelgas se iban multiplicando en las grandes empresas, y el régimen sólo supo responder con la represión en las calles y la aplicación indiscriminado de estados de excepción, interrogatorios y torturas por, parte de la llamada Brigada Social, y enjuiciamientos en los Tribunales de Orden Público. El restablecimiento de la Ley de Bandidaje y Terrorismo de 1960 hizo pasar a la jurisdicción militar cualquier tipo de acto de oposición, por leve que fuera.
El distanciamiento de la iglesia iba acentuándose. El nuevo arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal, Enrique y Tarancón, presidió una Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes que emitió, en septiembre de 1971, una declaración exigiendo libertades políticas y sindicales, rechazando la división entre vencedores y vencidos y pidiendo disculpas por el papel de la Iglesia tras la guerra civil. La declaración provocó la irritación de los sectores del bunker, que en adelante convirtieron el lema 'Tarancón al paredón" en una de sus consignas más queridas.
En 1973 la situación de "orden público", como la definían los medios oficiales llegó a ser explosiva. El 1 de mayo una nueva organización terrorista, el Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP) asesinaba a un policía en Madrid. La represión se acentuó contra los dirigentes sindicales, al tiempo que se detenía a varios miembros del FRAP y de ETA. Fue entonces cuando Franco decidió aplicar por vez primera la separación entre la jefatura del Estado y la del Gobierno, prevista en la Ley Orgánica de 1966, y nombró a Carrero Blanco presidente del Gobierno. Carrero formó un gabinete repleto de miembros del Opus, pero sobre todo de "franquistas puros" y de talante duro, como Fernández de la Mora o Arias Navarro, nuevo ministro de Gobernación, y que se había destacado por la dura represión ejercida durante su etapa en la Dirección General de Seguridad.
El objetivo era atajar la creciente protesta en las calles e ir preparando el futuro relevo en la jefatura del Estado. Pero el nuevo gobierno no tuvo tiempo de actuar. El 20 de diciembre de 1973 debía iniciarse el juicio contra diez dirigentes de CC.OO., con su líder Marcelino Camacho al frente, y toda la policía estaba preparada ante las manifestaciones y protestas organizadas por la oposición. Pero no hubo lugar a ello: a las 9,20 de la mañana Carrero Blanco era víctima de un atentado de ETA minuciosamente preparado, y facilitado en parte por el desprecio del almirante por las medidas de seguridad. El magnicidio, que hizo crecer la imagen mítica de ETA en ciertos sectores de la oposición política, supuso un golpe durísimo para Franco, que perdía a su hombre de máxima confianza, en un momento en que acusaba ya síntomas de debilidad física y moral.
El presidente en funciones, Torcuato Fernández Miranda, parecía el más idóneo para suceder a Carrero, pero los sectores más duros aprovecharon las dudas de Franco para incitarle a nombrar nuevo presidente a Carlos Arias Navarro, precisamente el máximo responsable de la seguridad de su antecesor, que había fallado estrepitosamente. Arias Navarro formó un gobierno variopinto, con predominio de franquistas puros, pero también con algunos ministros aperturistas, como Cabanillas, y su discurso programático, que incluía vagas promesas de apertura y un Estatuto de Asociaciones políticas, fue recibido con ciertas esperanzas.
Pero pronto demostró su talante represivo: el gobierno dio el visto bueno a la ejecución del anarquista catalán Salvador Puig Antich, en marzo de 1974, y ese mismo mes el enfrentamiento con la Iglesia llegó a su cénit, cuando una homilía del obispo de Bilbao, Monseñor Añoveros, en la que aludía a las personalidad distinta del País Vasco, provocó una amenaza de expulsión por parte del gobierno, que fue contestada por el Vaticano con la amenaza, a su vez, de excomulgar a Franco. Este optó por ordenar a Arias que cediera, pero la ruptura con la Iglesia quedaba enteramente confirmada. Meses después, Cabanillas y otros altos cargos abandonaban el gobierno disconformes con la línea inmovilista de Arias.
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