Los fundamentos políticos del sistema canovista. El reinado de Alfonso XII.
Antonio
Cánovas fue la figura clave de la Restauración. Su primer
objetivo fue asentar firmemente la Monarquía, por encima incluso de la
Constitución. Para él, la Monarquía y las Cortes eran los dos pilares básicos
de la historia de España. La Corona debía recuperar, por tanto, el prestigio perdido durante el reinado de Isabel II. Tenía en mente una Monarquía
que compartiera la soberanía con las Cortes, que dispusiera de amplias
competencias y, sobre todo, que desempeñara un papel protagonista en la vida política.
En segundo lugar, el marco
constitucional debía acoger todas las
tendencias liberales. Se trataba de
crear un sistema que fuera igualmente válido para los antiguos moderados,
unionistas, progresistas y demócratas, con la sola condición de aceptar
la Monarquía y la alternancia en el Gobierno. Quería conseguir una Constitución que durase, que permitiera gobernar a partidos
distintos y que acabara con el pronunciamiento como vía para la toma del poder.
Este último aspecto preocupaba
especialmente a Cánovas. El ejército
debía volver a los cuarteles y cumplir su
misión constitucional. Para ello, había que garantizar el mantenimiento del orden social, así como la posibilidad de
acceso pacífico al Gobierno, a través
del sufragio, para todos los partidos integrados en el sistema. Fue decisivo el papel ejercicio por Alfonso XII, un «rey-soldado» con formación militar. Su posición
activa en la guerra carlista le ganó el apoyo de los cuarteles y
permitió a Cánovas edificar un sistema
político exclusivamente civil, ajeno a la actuación del ejército.
El modelo
ideal de parlamentarismo era, para Cánovas, el británico. Se basaba en la existencia de
dos grandes partidos que aceptaran turnarse en el poder, con el fin de
evitar la atomización
parlamentaria y garantizar las mayorías. Ambos debían aceptar pasar a la oposición si perdían la confianza regia y parlamentaria,
y respetar la obra legislativa de sus antecesores.
El régimen de
la Restauración fue muy conservador, tanto en el terreno de la
política como, sobre todo, en materia social y económica. La
Corona había sido restablecida por los políticos conservadores, los hombres de negocios
y los mandos militares. Todos ellos compartían unos intereses y una visión
comunes: la defensa del orden social y de la propiedad, la Monarquía como garantía de estabilidad,
la identificación de la República con la
anarquía y la subversión, y la de la unidad
de la patria con el mantenimiento de las colonias.
Esa visión de la política fue
compartida por las clases medias, que identificaron los años del Sexenio con la
crisis económica, la
anarquía y el miedo a las revueltas y a los movimientos obreros. Por eso, aunque esas clases no participaron de hecho en
la vida política, el nuevo régimen tuvo un
amplio respaldo. La elevada abstención, ya desde las
primeras elecciones, era el resultado de la aceptación tácita del nuevo
rumbo.
La restauración borbónica
Antonio Cánovas del Castillo
pretende la vuelta de los borbones a reinar en España en la figura del hijo de
Isabel II, Alfonso XII. Para ello organiza un partido monárquico y recibe
poderes del propio Alfonso, logrando además la abdicación de Isabel II en su
hijo argumentada en la mala imagen de la reina y para lograr el reconocimiento
internacional. Influido por A. Cánovas, Alfonso redacta un documento, el
Manifiesto de Sandhurst (el 1 de diciembre de 1874 en la escuela militar a la
que asistía), concebido como una carta a los españoles donde se compromete a
respetar el sistema constitucional, a no efectuar represalias y a no falsear la
representación. El objetivo de Cánovas era conseguir una ambiente favorable a
la figura de Alfonso, sin recurrir a medidas de fuerza.
Pero el 28 de diciembre de 1874,
los generales Martínez Campos y Jovellar llevan a cabo un golpe de estado en
Sagunto, por el que proclaman la monarquía de Alfonso XII en contra de la
opinión de Cánovas, que no obstante se pone al frente del Ministerio de
Regencia que se crea mientras llega el rey, quien con su venida ratifica su
confianza en Cánovas.
Entre las primeras decisiones del
gobierno Cánovas, hay que destacar la sustitución de gobernadores civiles,
presidentes de Diputación y alcaldes por hombres afines a la Corona. Se
restituyó en sus empleos, nombramientos y grados a militares y funcionarios que
los habían perdido en el Sexenio, y se condecoró a los jefes y servidores de la
causa alfonsina. Se decretó el cierre de periódicos, en especial de tendencia
demócrata y republicana, y se dieron órdenes estrictas a los gobiernos civiles
para el mantenimiento a ultranza del orden público y el control de elementos de
la oposición. También se aprobaron nuevos procedimientos y tribunales para los
delitos de imprenta. Se eliminaron el matrimonio civil, los juicios con jurado
y se restableció el Concordato de 1851, devolviendo a la Iglesia los pocos
bienes aún no vendidos y la garantía de las aportaciones del Estado a la
Iglesia católica, incluido el presupuesto de culto y clero.
Se trataba de una vuelta al pasado
pero la aplicación de las medidas represivas fue selectiva y, en general,
suave. Además, se dictó una amplia amnistía y se mantuvo el contacto con los
líderes progresistas y demócratas para conseguir la aceptación de la Monarquía.
Al frente del Gobierno Cánovas se
propondrá como objetivos una adaptación del régimen a la realidad política, sin
extremismos, la elaboración de una nueva Constitución y la pacificación en las
guerras que todavía existen con los carlistas y en Cuba.
La Constitución de 1876
La elaboración de la Constitución
saldrá de una “Comisión de hombres ilustres” que será nombrada por una asamblea
de exsenadores y exdiputados. Para su aprobación, en diciembre se convocaron
elecciones a Cortes Constituyentes por
sufragio universal, tal como establecía la Constitución vigente de 1869. Sin
embargo, el proceso electoral fue ya manipulado por Romero Robledo para
asegurar una amplia mayoría a los candidatos del Gobierno. No es extraño que meses después se aprobara la Constitución
sin enmiendas puesto que Cánovas sometió a las Cortes el texto para su
aprobación o rechazo a la totalidad.
La
Constitución de 1876 es un texto flexible, con el objetivo de
permitir gobernar de manera estable a los partidos que acepten el sistema. Sin embargo,
su inspiración es doctrinaria y conservadora, estableciendo la soberanía
compartida entre el Rey y las Cortes, en base a lo que Cánovas llama
“constitución interna”, que supone la posición preeminente de la monarquía como
parte sustancial de la constitución histórica de España.
La
declaración de derechos y deberes es amplia, y recoge casi todas las conquistas de 1869. Pero, como en 1845, su concreción se remite a las leyes ordinarias, y
éstas, en su mayor parte, tendieron a restringirlos, especialmente los
derechos de imprenta, expresión, asociación y reunión.
Respecto a los poderes del Estado, el rey cuenta con amplios poderes,
reconociéndosele la iniciativa legal, la sanción y promulgación de las leyes,
la capacidad de veto durante una legislatura, el nombramiento de los ministros,
la disolución del Gobierno, la elección de presidente del mismo, quien necesita
la confianza para esa elección de las Cortes y el Rey.
Las Cortes son
bicamerales, con una Cámara Alta compuesta por tres tipos (le senadores: por derecho
propio, vitalicios por designación real y elegidos por las
corporaciones y los mayores contribuyentes. Los diputados del Congreso
son elegidos por sufragio directo, pero la Constitución no fija el sistema de votación, por
lo que será el partido gobernante el que decida, a través de la ley electoral, si
el sufragio debe ser censitario o universal. La función de las Cortes será la legislativa, con ambas
cámaras en situación de igualdad, salvo para las leyes financieras que las
aprueba el Congreso.
El texto mantiene la independencia
del poder judicial y la unidad de códigos.
El
centralismo se acentúa también al quedar bajo control del Gobierno ayuntamientos y
diputaciones y ser suprimidos los Fueros vascos.
La cuestión
religiosa se resuelve mediante el reconocimiento de la confesionalidad
católica del país y la garantía del sostenimiento del culto y del clero. A cambio,
una ambigua libertad de creencias permite otros cultos, pero con
prohibición de sus manifestaciones públicas.
El rodaje del sistema: la evolución política hasta 1885
El Partido
Conservador estaba liderado por el propio Cánovas. Su programa se basaba en la
defensa del orden social, de la Monarquía y de la propiedad. Los
conservadores comenzaron por abolir los fueros vascos, con el
objetivo de conseguir la plena
uniformidad jurídica y política Las
provincias vascas quedaban obligadas a
contribuir con contingentes al servicio militar y a pagar
contribuciones.
El gobierno de
Cánovas mantuvo y acentuó la política de restricción de las libertades ya
iniciada antes de la Constitución. Se restableció la censura y
pasó a ser delito cualquier ataque a la Monarquía. Se cerraron periódicos y se
anuló la libertad de cátedra. Muchos profesores dimitieron en señal de
protesta. También se recortaron las libertades de reunión y asociación, y los
sindicatos obreros permanecieron prohibidos.
Además, la
ley electoral de 1878 estableció un sufragio muy restringido, que redujo el
censo electoral a un 5% de la población. El Gobierno también se reservó la elección de alcaldes en las
grandes ciudades.
En mayo de 1880 se fundó el
Partido Fusionista, que pronto pasó a llamarse Partido Liberal. Se formó a partir del viejo Partido Progresista, y bajo el liderazgo de
Sagasta. Sus miembros aceptaron la
Monarquía y la Constitución, como «oposición liberal dinástica».
En enero de
1881 Cánovas dimitió y dejó paso al primer gobierno del Partido Liberal.
Sagasta tomó medidas para terminar con las restricciones de la libertad de expresión: limitó las denuncias por delitos de imprenta,
devolvió sus cátedras a los profesores represaliados y permitió que las
asociaciones obreras y republicanas
volvieran a actuar con libertad. Pero no se atrevió a llevar más lejos
las reformas. El partido no estaba aun muy
cohesionado, y Sagasta quería evitar medidas que pudieran alarmar a la oligarquía.
Pronto se
produjeron disturbios y protestas en el campo andaluz (inspiradas por la pretendida organización
anarquista denominada La mano Negra), además de un intento de pronunciamiento
republicano del general Villacampa en 1883.
El gobierno de Sagasta reaccionó con dureza: reprimió las protestas populares y procesó a los
golpistas, para los que solicitó penas de muerte y exilio.
El Rey volvía a llamar a Cánovas a
formar Gobierno en enero de 1884 y, tras el habitual amaño de las elecciones,
obtenía una amplia mayoría parlamentaria. Sin embargo, en noviembre de 1885 la
prematura muerte del rey ponía en peligro todo el sistema canovista, problema
que fue resuelto mediante el Pacto del Pardo entre Cánovas y Sagasta.
El falseamiento del sistema:
caciquismo y corrupción electoral
A la altura de
1885 era ya evidente que el funcionamiento constitucional experimentaba
una clara adulteración. Los gobiernos no cambiaban porque tuvieran o no el
apoyo de las Cortes, sino
por un mecanismo bien distinto. Cuando un partido experimentaba el
desgaste de su gestión, o sencillamente cuando los líderes
políticos consideraban necesario un relevo en el disfrute del poder, se sugería a la
Corona el nombramiento de un nuevo gobierno.
El nuevo presidente era siempre el líder del partido hasta entonces en la oposición,
y recibía junto con su nombramiento el
decreto de disolución de las Cortes y la
convocatoria de nuevas elecciones.
Entonces actuaba su recién
nombrado ministro de Gobernación, que “fabricaba” los resultados electorales
desde el llamado “encasillamiento”, por el cual el Ministerio, adjudicaba
escaños a partidarios o adversarios en función de los
acuerdos que se pactaban con la oposición.
Ello propició la aparición de los llamados Diputados cuneros, personas elegidas
a Cortes por una circunscripción que desconocían totalmente. A continuación se
procedía a manipular
las elecciones a través de la extensa
red de caciques
y autoridades repartida por todo el país. Dado el analfabetismo
generalizado y el férreo control que los caciques y notables ejercían sobre los pueblos, conseguir el resultado
pactado era bien sencillo, y de esta forma se obtenía, invariablemente, una holgada mayoría para el partido
gobernante, que podía actuar así sin dificultad.
El “cacique”
lo encarnaba un personaje relevante, con poder e influencias, bien por su
riqueza económica, bien por su prestigio o por sus contactos, de forma que
podían controlar a mucha gente que dependía de ellos (para conseguir trabajo,
para obtener una licencia administrativa, para una recomendación o,
simplemente, para no despertar su peligrosa enemistad) que vigilaba y
organizaba la emisión del voto en su demarcación.
Junto al
caciquismo estaba la técnica del pucherazo, que iba desde la coacción al
elector hasta la modificación de los resultados obtenidos en las urnas. La
capacidad de manipulación y fraude era menor en las ciudades que en el medio
rural, donde los medios de control de los terratenientes sobre los campesinos
pervivían desde la dominación feudal. La implantación en 1890 del sufragio
universal (por el Partido Liberal), no produjo ningún tipo de consecuencias que
alterasen este sistema.
La certeza de que participar en
las elecciones era inútil fue retrayendo a
la opinión publica, y provocó una progresiva indiferencia hacia la vida política que se mostró de forma clara en la crisis de final del siglo.
El falseamiento electoral funcionó
sin grandes problemas durante los primeros
años. Pero a partir de la década final del siglo comenzó a resquebrajarse, con el establecimiento del sufragio
universal, la difusión de la prensa y el surgimiento de partidos ajenos al «turno», como se llamó a la
monótona alternancia de conservadores y
liberales.
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