La revolución de 1854 fue en realidad un golpe de fuerza, que triunfó gracias al respaldo popular conseguido mediante una hábil propaganda. El pronunciamiento inicial del general Leopoldo O’Donnell fracasó tras un enfrentamiento con las tropas del gobierno en Vicálvaro (la “vicalvarada”). Pero los rebeldes reaccionaron y publicaron una proclama, el Manifiesto de Manzanares, que consiguió el apoyo popular, prometiendo un estricto cumplimiento de la Constitución, cambios en la ley electoral y de imprenta, reducción de los impuestos y la restauración de la Milicia Nacional, lo que provocó la revolución en julio. Otros jefes militares se sumaron entonces al golpe, y obligaron a Isabel II a entregar el Gobierno al general Espartero, con O’Donnell como ministro de la guerra. Rápidamente se convocaron elecciones a Cortes constituyentes, al tiempo que se restablecían algunas de las leyes de la etapa revolucionaria.
Para las elecciones se formó una nueva fuerza política, la Unión Liberal, propiciada por O’Donnell y algunos políticos moderados y progresistas, con la aspiración de unificar ambas fuerzas en un solo partido centrista. Progresistas y unionistas ganaron las elecciones y gobernaron conjuntamente durante los dos años siguientes.
Las Cortes aprobaron una nueva Constitución, la de 1856, que incluía una declaración de derechos más detallada, una limitación de los poderes de la corona y del ejecutivo, y una ampliación de la participación. Pero no hubo tiempo para que entrara en vigor, por lo que la constitución de 1845 siguió vigente.
Los progresistas, defensores de los intereses de la burguesía mercantil, aprobaron una serie de leyes encaminadas a sentar las bases de la modernización económica del país: la segunda Ley de Desamortización, la Ley de ferrocarriles, ambas de 1855, y la Ley de Sociedades Bancarias y Crediticias de 1856.
El Bienio transcurrió en un clima de permanente conflictividad social. A ello contribuyeron la epidemia de cólera de 1854, las malas cosechas, el alza de precios y los enfrentamientos entre trabajadores y patronos. Las clases populares, defraudadas por el incumplimiento de las promesas hechas en 1854 y el respaldo del Gobierno a los patronos, retiraron su apoyo a los progresistas, pues estos aprobaron una Ley de Trabajo que reducía el trabajo infantil a solo 12 horas, se permitían asociaciones obreras que no superasen los 500 miembros y se establecían jurados integrados únicamente por patronos. En julio de 1856 Espartero presentó su dimisión y la reina encargó formar Gobierno al general O’Donnell.
El gobierno de la Unión Liberal. La acción exterior.
Entre 1856 y 1863 la Unión Liberal fue el partido que controló la vida política, salvo un breve periodo inicial en que Isabel II volvió a confiar el Gobierno al general Narváez. La Unión Liberal era un partido claramente conservador, que contaba con el apoyo de la burguesía y de los terratenientes. Hasta 1863, la ola de prosperidad económica permitió a los unionistas gobernar sin grandes problemas, hasta el punto de que durante cinco años O`Donnell mantuvo el mismo gabinete (“Gobierno Largo”). Fue una época de euforia económica, con la construcción de los ferrocarriles y las grandes inversiones bancarias y bursátiles. Se aprobó una nueva Ley de Instrucción Pública (la “ley Moyano”) y se realizó el primer censo estadístico del país.
La prosperidad también llegó, indirectamente, a las clases populares, lo que explica la ausencia de conflictos graves en aquellos años. Sólo una insurrección de jornaleros, en Loja, en 1861, fue contestada por el Gobierno con una dura represión.
Fue la acción exterior la que cobró especial importancia en ese periodo. Durante todo el siglo España había carecido de una política exterior seria, a causa de su debilidad e inestabilidad internas. Para los gobiernos extranjeros fue fácil manejar la política española según sus intereses en cuestiones como la política comercial o el matrimonio de Isabel II, en las que las injerencias francesas e inglesas fueron constantes.
El Gobierno de la Unión Liberal emprendió entre 1858 y 1866 una activa y agresiva política exterior, con el fin de desviar la atención de los españoles de los problemas internos y exaltar la conciencia patriótica, en pleno auge del nacionalismo en Europa. Sucesivamente, se envió una fuerza expedicionaria en apoyo de los franceses a Indochina (1858-1863), justificada por el asesinato de varios misioneros. Después vino la guerra contra Marruecos (1859-1860), que respondió a un intento de expansión colonial en el norte de África. Luego, el intento fallido de recuperar la colonia de Santo Domingo, en 1861. Ese mismo año se inició la expedición a México, junto a ingleses y franceses, para castigar el impago de la deuda por parte del gobierno mexicano. Y, por último, la guerra contra Perú y Chile, a raíz de varis incidentes comerciales y navales.
La intervención militar en cinco conflictos apenas ofreció resultado alguno. En Marruecos la presión de Inglaterra obligó a aceptar un acuerdo que impidió la anexión colonial del territorio; la retirada de México produjo un grave conflicto diplomático con Francia. En realidad, la actuación exterior española en aquellos años no fue más que un alarde militar, una política de prestigio que en nado influyó en el equilibrio de poder internacional.
La crisis final de reinado (1863-1868)
En 1863 el desgaste de la acción de gobierno y las divisiones dentro de la Unión Liberal llevaron a O’Donnell a presentar la dimisión. A partir de entonces comienza una sucesión de gobiernos inestables y autoritarios que, alternativamente, fueron presididos por él mismo y por Narváez. Los progresistas se retiraron de la vida parlamentaria ante la evidente imposibilidad de ser llamados a gobernar, y, dirigidos por el general Prim, pasaron, junto a los demócratas y republicanos, a denunciar el sistema constitucional y a la misma Isabel II. Lentamente, la mayor parte de la opinión pública comenzó a achacar a la corona la responsabilidad del desastre político.
En la larga crisis de la monarquía isabelina confluyen otras causas. Estivo, en primer lugar, la grave crisis económica, que se inicia en 1864 con la quiebra de las compañías ferroviarias, debida a la baja rentabilidad de las líneas. Continuó con el hundimiento de las fábricas textiles, a causas de la falta de algodón provocada por la Guerra de Secesión estadounidense. Sobre una situación ya difícil, en 1866 se produjo el crack de las bolsas europeas y, a continuación, el alza de precios agrícolas debida a dos malas cosechas consecutivas. En 1868 el paro y la exasperación popular por la carestía constituían el clima ideal para un estallido revolucionario.
Además, durante los mismos años se fueron produciendo una serie de graves acontecimientos políticos. Los más importantes fueron los sucesos de la noche de san Daniel de 1865, cuando la policía disparó contra estudiantes y mató a nueve de ellos. La génesis de estos hechos comenzó en 1864 con el enrarecimiento del clima universitario. Determinados profesores krausistas como Sanz del Río, Canalejas o Castelar defendían una apertura. En octubre de 1864 el ministro de Fomento, Alcalá Galiano, dictó una Real Orden prohibiendo la difusión desde las cátedras de ideas contrarias a la religión católica, la monarquía o la Constitución. Desde la prensa Castelar y Salmerón protestaron por el recorte de la libertad de cátedra. Además cuando se vendió parte del patrimonio nacional para cubrir el déficit y resarcir a la reina con el 25% de las ventas, un artículo de Castelar se criticaba la legalidad de la operación. El Gobierno expedientó a Castelar y ordenó al rector Montalbán su expulsión. Éste rehusó y dimitió. Los estudiantes solicitaron permiso para una serenata de despedida. La noche del 10 de abril de 1865 se produjo un enfrentamiento entre miles de estudiantes y fuerzas de la policía que se saldó con 9 muertos y centenares de heridos. Las protestas por la matanza de la noche de San Daniel se generalizaron; además algunos de los estudiantes muertos pertenecían a familias influyentes.
A esta situación se sumó la sublevación del cuartel de San Gil, en junio de 1866, dirigida por los suboficiales y propiciada por los progresistas que fue sofocada por las tropas leales al Gobierno. La sublevación de San Gil fue, en realidad, uno de los varios intentos de pronunciamiento auspiciado por los progresistas, dirigidos por Prim. Acosados desde la prensa, la calle y el parlamento, los gobiernos isabelinos sólo supieron responder con una represión cada vez más desorientada: órdenes de detención de opositores, cierre de periódicos y suspensión de las Cortes.
En agosto de 1866 representantes progresistas, demócratas y republicanos llegaron a un acuerdo, el Pacto de Ostende, para coordinar la oposición, con dos objetivos: el destronamiento de Isabel II y la convocatoria de Cortes Constituyentes por sufragio universal. Prim fue puesto al frente de la conspiración. La muerte sucesiva de O’Donnell y Narváez en 1867 y 1868 (la del primero llevó a muchos unionistas incluso a sumarse al Pacto de Ostende) dejó a Isabel II completamente aislada en el verano de 1868, en plena preparación del golpe.
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