La Primera República
El Congreso eligió a Estanislao Figueras, un republicano moderado, como jefe del poder ejecutivo, al frente de un gobierno formado sólo por republicanos. La república adoleció desde el principio de falta de apoyo suficiente, además de una división interna entre los propios republicanos.
En el exterior sólo los Estados Unidos y Suiza reconocieron y apoyaron al nuevo régimen: los gobiernos conservadores europeos miraron con recelo a la república española porque la asociaban al peligro de una revolución social.
En el interior, los sectores conservadores rechazaron la república, a la que consideraban un régimen revolucionario. Los carlistas recrudecieron la guerra en el norte, al tiempo que el grupo alfonsino comenzaba a recibir apoyos cada vez más amplios entre las clases medias y altas. Incluso los progresistas radicales, que tenían mayoría en el Congreso, pasaron a la oposición.
El propio movimiento republicano estaba dividido entre los federalistas, partidarios del estado federal (que a su vez se dividían entre estatalistas y cantonalistas), y los unionistas, que defendían un Estado de tipo centralista. El apoyo y la base social de la república la representan intelectuales de clases medias, pues el movimiento obrero se desentiende de la política de los republicanos y optan por vías propias. A pesar de ello los republicanos en su año de mandato iniciaron una serie de reformas importantes:
- Se suprimió el impuesto de consumos, lo que supuso la caída de los ingresos del estado.
- Se eliminaron las quintas, creando un ejército de voluntarios a sueldo, que fracasó y el Gobierno tuvo que volver al servicio militar obligatorio.
- Se redujo la edad de voto a los 21 años.
- La suspensión de las subvenciones económicas al clero y completa separación de iglesia y estado.
- La prohibición del trabajo de los niños menores de 10 años en fábricas y minas.
- La abolición de la esclavitud en la colonia de Puerta Rico.
Las elecciones de mayo dieron una aplastante mayoría republicana, pero la altísima abstención, cercana al 60 %, reflejaba el escaso apoyo real que tenía la República. La proclamación de la República Federal llevó a la inesperada dimisión de Figueras y convirtió en Presidente a Pi y Margall.
Las Cortes se apresuraron a redactar y debatir el proyecto constitucional. De hecho la comisión parlamentaria que redacta el proyecto, dirigida por Castelar, acaba pronto con el mismo y se discute en Pleno en poco tiempo y con poca asistencia. De hecho nunca llega a promulgarse.
La Constitución de 1873 recoge los mismos derechos que la de 1869, ampliándolos al derecho de asociación y proclamando un Estado laico.
Establecía una república confederal de 17 Estados y varios territorios de ultramar, cada uno con su propia Constitución, siempre que no contraviniese la Constitución Federal. Dentro de cada Estado, los municipios tendrían también Constitución local y división de poderes entre alcaldía (ejecutivo), ayuntamiento (legislativo) y tribunales locales (judicial).
La misma división se repetía en la estructura del Estado. El poder ejecutivo lo ejercía un gobierno cuyo jefe nombraría el Presidente; el legislativo lo desempeñarían dos cámaras, ambas de elección directa, con una Senado formado por cuatro representantes por Estado. Y el judicial lo presidía un Tribunal Supremo constituido por tres magistrados por cada Estado. La Constitución daba grandes competencias al Presidente, que ejercía además el llamado poder de relación entre los otros poderes y entre los Estados confederados.
Además de hacer frente a una crisis económica y hacer frente a la guerra carlista, el Gobierno republicano tuvo que hacer frente a una serie de alteraciones sociales, que acabarían con una insurrección cantonalista. El 7 de julio estalló en Alcoy una huelga general apoyada por los miembros de la AIT, que será sofocada por el ejército, pero días después se sublevaron los grupos federalistas en Cartagena, proclamando el cantón y haciéndose con el control de la flota y del arsenal. Rápidamente la proclamación de cantones y la formación de juntas revolucionarias se extendieron por numerosas ciudades del Levante y Andalucía, y también de Castilla. Los propios republicanos federales exhortan a la rebelión. Muchas ciudades son proclamadas cantones libres; Cartagena llega a declarar la guerra al Gobierno central, incluso hay conflictos entre ellos o se llega a acuñar moneda.
Mientras, los carlistas, que habían aprovechado la situación caótica del país en los meses anteriores, avanzaron hasta alcanzar posiciones en las provincias de Albacete y Cuenca, mientras mantenían bajo su control buena parte del País Vasco, Navarra, interior de Cataluña y Aragón. En esta situación, incapaz de organizar la respuesta del Estado, Pi y Margall presentó su dimisión el 18 de julio.
El nuevo Presidente, Nicolás Salmerón, inició un giro a la derecha. Dio plenos poderes al ejército, que, dirigido por generales conservadores como Martínez Campos y Pavía, fue sofocando uno a uno los focos de sublevación. Salmerón aceptó restablecer la pena capital, pero a comienzos de septiembre prefirió dimitir antes que tener que firmar dos sentencias de muerte de líderes cantonalistas.
Le sustituyó Emilio Cautelar, que acentuó el giro autoritario, contando con el apoyo de las clases medias y altas por su prestigio. En pocos días, con el apoyo de los militares, obtuvo de las Cortes poderes extraordinarios, tras lo cual suspendió sus sesiones hasta enero. Inmediatamente restableció las quintas, suspendió varios derechos constitucionales y ordenó un alistamiento masivo. Obtuvo también nuevos créditos, y con todo ello consiguió sofocar definitivamente la revolución. Sólo Cartagena resistió amparada en su arsenal y en el abastecimiento por el mar.
Pero el 2 de enero, cuando Cautelar se presentó para rendir cuentas ante las Cortes, de aplastante mayoría federalista, fue respondido con críticas y derrotado en una moción de confianza. La caída de Cautelar precipitó el golpe de estado, previsto por la oposición conservadora y los militares. Mientras se estaba votando un nuevo Gobierno, unidades del ejército ocuparon los puntos claves de la capital. Poco después el general Pavía, capitán general de Madrid, hizo entrar tropas en el Congreso y, tras disolver la reunión, anunció que se iba a constituir un gobierno militar de emergencia presidio por el general Serrano. Era, de hecho, el fin de la Primera República.
Serrano instaura un régimen militar autoritario y nombre un Gobierno que intenta restablecer el orden público, reprimiendo a los republicanos, limitando el derecho de asociación y prohibiendo la AIT. Este Gobierno tendrá su fin con el pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto el día 28 de diciembre de 1847
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