Las guerras coloniales. La guerra de Cuba y Filipinas

La guerra de Cuba y Filipinas

En febrero de 1895 se produjo un levantamiento independentista en Cuba, que se convirtió rápidamente en una insurrección en toda la isla contra la metrópoli. La guerra se debió a la maduración del movimiento independentista indígena, dirigido por Antonio Maceo y José Martí, pero también a los errores cometidos por España. Pese a lo dispuesto en la Paz de Zanjón de 1878, el gobierno español fue retrasando la concesión del régimen de autogobierno y eludió un control real sobre los abusos que los trabajadores indígenas de las plantaciones sufrían por parte de los propietarios españoles y criollos. Los sucesivos gobiernos se dejaron presionar  por los grupos con intereses coloniales, que se oponían a cualquier cambio que pudiera reducir sus ganancias en la explotación de la isla.

A la frustración acumulada se unió el respaldo norteamericano a los insurgentes. Los políticos estadounidenses eran partidarios de la independencia cubana, no por ella misma, sino porque significaba el fin del colonialismo europeo y, por  tanto, la posibilidad de explotar la isla en exclusiva. Las compañías azucareras y la opinión pública respaldaban ese punto de vista. El apoyo fue primero diplomático, presionando al gobierno español para hacer concesiones de autonomía, y a partir de 1891, cuando la ley de aranceles prohibió a los cubanos el comercio libre, se convirtió en apoyo material y en presión a favor de la insurrección.

Los propios cubanos recibieron la ley arancelaria de 1891 como una vuelta al estatuto de simple colonia, ya que prohibía el comercio libre con EE UU. Y, aunque a finales de 1894 los liberales sacaron adelante un tímido proyecto de autonomía, ya era tarde.

En febrero de 1895 estalló la revuelta en lo que se conoce como el Grito de Bayre. La guerra que se inició atravesó varias fases:

Inicialmente el gobierno liberal intentó una política de negociación  y envió a Martínez Campos a la isla. Pero la sublevación se fue extendiendo y la posibilidad de llevar recursos de España resultaba problemática, por lo que intentó controlar exclusivamente los centros productores y las vías de comercio. Su fracaso le hace regresar a España tras negarse a aplicar medidas represivas sobre la población civil.

El nuevo gobierno de Canovas envió entonces al general Weyler. Experto conocedor de Cuba, recuperó todo el territorio y envío a los insurrectos a las montañas. Dividió el territorio mediante líneas fortificadas y concentró en compartimentos a la población civil para evitar que pudiera apoyar a los guerrilleros. Comenzó así una feroz guerra de desgaste caracterizada por la superioridad militar española y el dominio del terreno por los guerrilleros cubanos, que recibían armamento y suministros norteamericanos. Las bajas fueron aumentando, más por las enfermedades que por la muerte en el frente, mientras que en España comenzaban a levantarse protestas y a romperse el consenso liberal-conservador sobre la cuestión cubana.

En agosto de 1897 Sagasta intentó un nuevo proyecto de autonomía más amplio, el estilo de los dominios británicos, con gobierno propio, parlamento y los mismos derechos que los peninsulares. Además sustituyó a Weyler por el general Blanco y en enero toma posesión el nuevo gobierno cubano.

Fue en ese momento cuando los norteamericanos decidieron intervenir. La opinión pública, influida por lo ideólogos del imperialismo norteamericano y preparada por las campañas de  los periódicos, presionaba a favor de la guerra, haciendo que el Presidente McKinley y el Secretario de Estado Shermann estuviesen a favor de la intervención. El incidente que propició el estallido de la misma fue la explosión del acorazado estadounidense Maine, anclado en la bahía de La Habana, el 15 de febrero de 1898, que causó 254 muertos. Pese a la propuesta española de una comisión de intervención internacional, los EE UU, tras una rápida y particular investigación, atribuyeron toda la responsabilidad a España, a quien  correspondía garantizar la seguridad del puerto.

En estas condiciones, el gobierno de Washington propuso primero, en el mes de marzo, la compra de la isla por 300 millones de dólares y, ante la previsible negativa española, lanzó un ultimatum que amenazaba con la guerra si en tres días España no renunciaba expresamente a la soberanía. Desde la óptica de los dirigentes políticos y militares de la época, el enfrentamiento era inevitable al tratarse de una cuestión de prestigio.

El desarrollo de las operaciones fue rápido y contundente. La superioridad material y técnica norteamericana era enorme, y sus bases estaban mucho más próximas a los objetivos. La flota del almirante Cervera tras permanecer sitiada en Santiago, acabó siendo derrotada el 3 de julio. Ese mismo día las tropas norteamericanas desembarcaron en Guantánamo, en el extremo oriental de la isla y en Puerto Rico.

En Filipinas la insurrección comenzó en 1896, apoyada también por los norteamericanos. Pero el ejército de Polavieja primero y Fernando Primo de Rivera después fueron capaces de controlar la situación. Pero en 1898, al igual que en Cuba, la flota norteamericano apoyó a los insurrectos. Los EE UU tomarán Cavite el 1 de mayo, destrozando a la flota española, mientras que Manila fue conquistada sin combate el 14 de agosto, cuando ya se había firmado el armisticio.

El 12 de agosto España tuvo que pedir el armisticio. Por el Tratado de París de 10 de diciembre de 1898 España renunciaba  definitivamente a Cuba y cedía a EE UU la Islas Filipinas, a cambio de 20 millones de dólares, y Puerto Rico, así como a isla de UAM en las Marianas. La entrega de los restos  del Imperio colonial se produjo en 1899, cuando el gobierno español, consciente de la imposibilidad de mantener los últimos reductos, cedió a Alemania el resto de las isla Marianas, las Carolinas y las Palaos a cambio de 15 millones de dólares.

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